La Calle de Babel de Henry Manrique



Por Julio César Goyes Narváez


Síntomas de una soledad que se desanda y purifica en la confusión diaria, ascendiendo y descendiendo a través del monólogo interior y el ritmo polifónico de la calle, el barullo cubista del mercado, imágenes con-sentidas. Deseo a veces voyerista y por ello urbano, a veces pulsión escópica cuyo origen está en la pasión fotográfica. La imaginación masoquista por ser víctima gozosa, en cuyo caso el poeta no puede o no quiere huir de eso que lo atormenta. También verdugo porque infringe goce al otro que es su cómplice. Placer y suplicio en una ciudad  teatral y carnavalesca, a veces en exceso, sin promesa de relato eficaz, pues el verde de las nubes se destiñe. Acaso resistencia y disidencia contra la indiferencia de locales y advenedizos. Ciudad de promesa ideológica, vaciada e insustancial como un reality show donde se consume frustración. Babilonia de frontera donde el cuerpo y el alma se tensan al filo del año, aunque a veces el cuerpo es erotismo y el alma memoria. Cada negocio en esta Babel dispone su grito: "sálvese quién pueda", “esto es mío”, “que lo hagan otros”.
El escritor Mauricio Chaves dice en la presentación qué "lo mítico paradisíaco se abandona y la ciudad es el escenario del recuerdo y de la morriña, aparece entones la ciudad del límite, la del umbral". En el libro de Manrique todavía es posible el mito, aunque no ya paradisiaco sino babélico, por eso la palabra poética levanta acta crítica para re-crear los días en el tiempo y lugar que le es dado, poco importa que no haya auditorio lleno y complacido, qué no haya aplausos. ¿No es eso acaso lo que certifica el viejo y anónimo "poema de Gilgamesch", primer poema urbano que conozca la civilización?:

"¡Oh Gilgamesh! ¿Por qué vagas de un lado a otro?
No alcanzarás la vida que persigues.
Cuando los dioses crearon a los hombres
decretaron que estaban destinados a morir,
y han conservado la inmortalidad en sus manos.
En cuanto a ti, oh Gilgamesch, llénate la panza;
parrandea día y noche;
que cada noche sea una fiesta para ti;
entrégate al placer día y  noche;
ponte vestiduras bordadas,
lávate la cabeza y báñate,
regocíjate contemplando a tu hijito que se agarra a ti,
alégrate cuando tu esposa te abrace..."

Y en esa Babel de provincia está la poesía de Manrique, porque el poeta verdadero no se conforma jamás, es morriña o rasquiña constante en la piel del lenguaje que es su propia babel: no reposa, no solicita ni ruega, medita, contrabandea:

"Pero nos toca entender que la calle es lejanía,
y que las ausencias, entre más sean, como un ancla, nos hunden."

"Los otros ya se fueron, es cierto, pero,
tarde o temprano reconocerán la calle que los alejó,
no se perderán porque la fachada seguirá siendo la misma.
Para qué renovaciones si lo nuevo también muere.
Huérfanos, esperando que nos  busquen donde nunca nos perdimos."

O este que es sutil mirada desde la montaña sureña, siguiendo el filo del Guáitara un despistado cazador podría encontrarla: “Al hombre, como el agua, / No se le escurre el pasado entre los dedos.” Así de sencilla esta poesía, no pretende más que un sutil desacomodo en medio de algo parecido a la resignación:

“En fin
hay
unos gestos y ademanes
que te salvan del olvido
y te recobran de la muerte”

La foto “Senderos Chasquis” que preside la carátula del libro, es un fragmento que convoca camino y tejido, dejando ver en las hilachas del presente la ansiedad del mito y el gesto perdido de lo regional en las redes sociales y el consumo urbano. Esa música de los cascabeles en los pies de los caminantes, este ritual de tradición y modernidad va poseyéndonos a medida que los danzantes se acercan a la noche sin madrugada.