Confesiones de mi ángel


Poema del escritor Francisco de Asís Fernández, Director del Festival Internacional de Poesía de Granada, Nicaragua

Por Francisco De Asís Fernández

Al poeta Ernesto Cardenal
                                 
Los  ángeles se meten en mi pecho y me despiertan de la muerte.
me abren la vida con los pétalos de sus rosas y sus dedos.
No son ángeles tímidos que solo ofrecen la misericordia de la muerte,
son ángeles  primitivos, refinados y toscos,
que tienen la belleza del relámpago y la soledad de la locura.
Ángeles y demonios luchan dentro de mí para quedarse con mi alma.
Sueño y pesadilla me alteran el sentido de la vida.
Injertos  adueñándose en la profundidad de las heridas
del  tejido cerrado de la hoja en blanco de los sueños.
Me hacen la vida imposible
esas manos que salen de la nada en un mundo que se abre al abismo
y escriben mis poemas cuando entran y forman parte de mi alma.
Estos ángeles, adictos a la albahaca,
me hacen buscar el paraíso sin ponerme ideas de lo que es el paraíso,
esconden la verdad cuando hablan del paraíso,
 cuando hablan del alma del hombre en la tierra,
y cuando oprimen la verdad me aferran a la rabia.
Los hombres, a diferencia de los ángeles,  nacemos criaturas salvajes enfermas
y  los enfermos siempre morimos sin conocer el misterio de la muerte.
Dice mi ángel que por  eso hablamos de miedos que sugieren locuras
y    comprende que vivamos marcados por las equivocaciones.
Mi ángel calla cuando digo: “a veces estoy triste pero no quiero morirme”
o   cuando pienso que no quiero morirme rodeado de extraños.
Así las cosas, mi ángel no sufre penurias en mi alma, que es íntima y melancólica.
Le  hago  muchas  preguntas y no siempre espero respuestas.
Pero hoy me hizo una confesión que me hizo perder la fe en el hombre.
Me dijo que los ángeles no tienen tierra nativa y que su casa es el infinito,
que la tierra es la punta de una aguja en un inmenso pajar de estrellas,
que el Sol es como un grano de arena comparado con Sirio, Pollux, Arturo,
Rigel, Aldebarán, Betelgeuse, y la inmensidad inconmensurable de Antares,
que  nuestro mundo no cuenta ni sirve para nada en la noche estrellada,
que el hombre no es el dueño de la creación ni el centro del universo,
que somos como una letra menuda perdida en la Biblioteca de Alejandría,
que nuestros mares, cordilleras y continentes, los países y estados,
junto al amor y el odio que nos tenemos los seis mil millones de hombres y mujeres,
no significan nada en el Universo,
que solo somos quinientos cuarenta millones de kilómetros cuadrados,
seis mil cuatrillones de toneladas de roca,
mil trillones de toneladas de agua,
y que ni siquiera nos podemos distinguir desde los anillos de Saturno.
Me dijo que estamos solos, terriblemente solos dentro de nuestra soledad,
que  somos un imperceptible puntito azul en el cielo,
que todas nuestras guerras, nuestras grandezas y nuestras miserias,
 nuestra Historia, nuestro  arte, nuestra poesía, nuestras pasiones,
nuestra flora y nuestra fauna, nuestras razas y nuestras religiones,
estamos en  un barco a la deriva que nadie vio partir y nadie lo está esperando.
Y ahora  ya solo quiero rezar:
“ángel mío de mi guarda, dulce y fiel compañía,
no me desampares, ni de noche ni de día”.