La rebelde más vieja de la Tierra - Cronistas Bogotanos


Débora Arango: Foto de Carlos Duque

Del libro Cronistas bogotanos, de próxima aparición, seleccionado y prologado por Olga Sanmartín, donde aparecen emblemáticos textos de Jorge Enrique Botero, Daniel Samper Pizano, Iván Beltrán Castillo, Antonio Morales Riveira, Javier Osuna, Diana María Pachón, Mónica Del Pilar Uribe, Germán Hernández, Carlos Mauricio Vega, Hollman Morris, Amparo Osorio y Alfredo Molano, entregamos a nuestro lectores el último encuentro periodístico que concediera la mítica pintora colombiana Débora Arango, catorce meses antes de su muerte en el año 2003. Esta fundamental antología estará en librerías la primera semana de septiembre.

Por Iván Beltrán Castillo

Milagroso, el primer hombre que miró hacia atrás. Milagroso, porque con su gesto fundó la nostalgia, los dioses, la ausencia, la lejanía, el amor, la pintura, el erotismo, la pureza, el llanto, la culpa, los ensueños, y tal vez la muerte. Milagroso, porque mirar es lo único que prueba cuánta porción de humanidad ha germinado en estos cuerpos animales, porque el hombre es el único ser que se devuelve, y también porque ese fundador olvidado inauguró, desde el centro de la noche de los tiempos, ritos como este reportaje con Débora Arango, la mujer que cumplió 96 años el 11 de noviembre en Medellín, y que tuvo una vida de rebelde y soñadora.
Reposando de su lucha contra las convenciones, Débora parece hoy una reliquia surrealista, un último mensaje de la rebeldía que alguna vez convirtió nuestro periplo en una incesante pregunta, un telegrama de los tiempos pretéritos cuando los hombres aún morían de amor, de sífilis y de revoluciones.
Es la pintora más vieja de Colombia y posiblemente del mundo, y también una vanguardista que escandalizó mojigatos, tíos, falangistas, curas, caciques feudales, monjas, puritanos y preceptores, porque desde los años treinta sintió inclinación hacia el desnudo pictórico y pobló sus cuadros con un bosque de muchachas jóvenes, invadidas de verano. Ella desató el leopardo de la imaginación cuando todas las mujeres en este país no eran otra cosa que, para decirlo con las palabras sarcásticas del “Tuerto” López: “Pobres Muchachas de provincia/ las de aguja y dedal que no hacen nada/ y obligan al diablo a decir/ con los brazos en cruz/ Pobres muchachas de provincia”.
Pero también desnudó el fantasma de la rebeldía y entonces pintó a los desheredados, y con su ternura de colores nos demostró la necesidad de que heredaran, y puso al lado de las mujeres frágiles, lujuriosas de pureza, putas somnolientas que después de su jornada de horror carnal se masturban con los retratos que deja en sus hoteluchos la muerte, y pintó politicastros y jefes de estado cebados en sus tronos y canapés republicanos, y poetas y cargueros y mendigos y bebedores de alcohol etílico, y pintó latinoamericanos de aquellos que nacen sin una primera oportunidad sobre la tierra, y pintó obreros desahuciados por el salario del miedo, y burgueses desahuciados por el salario de la gula, y pintó recuerdos que se reintegrarán en el futuro y futuros condenados al pasado.
Es también la sobreviviente de una familia de siete mujeres  –Elvira, Karina, Carolina, Raquel, Débora, Lucila y Matilde– que crecieron, agonizaron de amor, se marcharon y a veces regresaron y cedieron a las más diversas pasiones, desde una casa enorme de Envigado llamada Casablanca, donde en la actualidad imaginario es el presente, y donde solamente quedan las dos últimas de ellas, las que resistieron a la poda de los años y que ahora permanecen, una muy aparte de la otra, en un pequeño salón de recibo, mirando obstinadamente hacia atrás y viendo en cada rincón de esa casa algún hermoso espectro, alguna felicidad fugitiva.
Débora aún conserva la lucidez, la capacidad de reflexionar y de contar cosas, aunque ahora lo hace muy despacio, como si tuviera en las manos el hilo de Ariadna que pudiera conducirla de regreso a los instantes cortados a la medida de su ser esencial.
“Me quedé soltera porque descubrí que la pintura y el arte son unas pasiones más dignas que el amor y sus desdichas… Me di cuenta a tiempo de que el matrimonio convencional es un destino muy ceniciento para las mujeres. Además, como siempre pinté desnudos, los hombres se me alejaron. No me paraban bolas o me tenían tanto miedo que les costaba acercarse. Pero no estuve sola: las ilusiones son efímeras y los colores eternos…”, cuenta Débora al iniciar la entrevista, luego de que la sacamos de una siesta plácida, tomada en una mecedora verde y bajo el imperio de un silencio maravilloso apenas roto por el aleteo de las mariposas muy cerca de la ventana.
“Desde que entré al colegio supe que iba a ser distinta, presentí la rebeldía. Si lo pienso bien, creo que eso me lo enseñó una profesora italiana cuyo nombre infortunadamente he olvidado”. Y agrega, con los ojos entornados: “Los hombres de mi época solamente estaban contentos si la mujer era dócil y mansa, y no les importaba qué pensaba, ni mucho menos qué sentía. Los de ahora en cambio son iguales. Yo prefiero no comprobarlo. A esta edad no son saludables las decepciones. La mayoría de los hombres son duros y distantes. Cuando yo era joven casarse con uno de ellos era como casarse con una tempestad temible”.
Débora lo dice a los 96 años, con la sonrisa de una victoria extraña y de una felicidad poco grandiosa y un tanto despectiva.

YO RECUERDO
Ha sido postulada como la Frida Kahlo de Colombia. No faltó quién la incluyera en el grupo de las “angelicales transgresoras” como Anaïs Nin, Simone de Beauvoir, Safo, Remedios Varo, Colette, Rosa Luxemburgo o Eleonora Carrington, y tenía lo mejor de todas esas peligrosas libertarias, pero compartía esa vocación con una peligrosa y enigmática castidad, heredada de sus antepasados castellanos y aprendida en la epidermis de una Antioquia llena de espejismos y supercherías líricas, de furores vanguardistas y oscurantismos feroces.
Pero en realidad fue una santa: Santa Débora. Alguien que recorrió el mundo y miró todas las tentaciones con la curiosidad pero también la inapetencia y el desgano con que las miraba Buda. Estuvo en Bélgica y Austria, en Inglaterra y Suiza, en España y Portugal. Pero todavía lo afirma: “Mirar el carnaval del mundo no sirve sino para pintar”.
Recuerda que respiró el mismo aire que Miguel Bakunin y Vladimir Ilich Lenin, León Trostky y André Bretón, el príncipe Kropotkin y Paul Valéry, Herbert Marcuse y Marylin Monroe. Y, como las grandes mujeres, depositó el deseo en cosas menos superficiales que el deseo, y como todos los artistas, desde que el mundo es mundo, profirió la gran frase: “Yo recuerdo”.
Preguntarle es preguntarse. Uno siente al entrevistarla que ella está en posesión de su grandeza, aunque con el tiempo las palabras ruedan un poco lentas y no llegan con la misma facilidad hasta la ribera de la boca.
Recuerda los ojos encendidos del pintor Eladio Vélez, su extraño vigor, su nerviosismo inteligente. Fue la primera persona en el mundo que reparó en el talento de ella y que gastó horas enteras inoculándole los más abigarrados secretos del arte del color. Eso ocurrió hace más de sesenta años, pero para ella tiene más peso y consistencia que el café negro con el que ahora desayuna en las mañanas.
“Los recuerdos son como los novios: mientras más lejanos más dulces y poéticos  –explica y luego salta–: a mí me encantaron las personas que no gustaban del mundo tal cual, aquellas que no se conformaban. Mejor dicho, desde pequeña me encantaron los que llevaban la contraria”.
Entonces arriba hasta la silla donde Débora está recordando, la figura de asceta mediterráneo de Pedro Nel Gómez. Aquel súbdito fiel de la belleza fue capaz, rememora, de gritarles a las aprendices de pintoras: “Ya no pinten más florecitas, ya no pinten más carajadas. Pinten el universo, o mejor dicho: Pinten el cuerpo humano.”
Débora tomó aquella lección ejemplar al pie de la letra. Quiso hostigar la geografía de nuestro mapa de carne y se extasió pintando sus lagos mansos, sus torbellinos, sus continentes inauditos, sus fronteras, sus vientos indómitos, sus eclipses y sus estaciones… Tal vez por eso, dice Débora, alguien, no sabe quién, afirmó que “el universo se copia del cuerpo”.
“Yo fui la más religiosa de todas. El que cree en Dios adora el cuerpo, pero no cualquier cuerpo sino aquel en el que lo sagrado se expresa”, dice, tal vez sin sospechar que aquella actitud religiosa fue duramente criticada en otros tiempos, que se le llamó con rabia panteísmo, y que le costó el prestigio a Pico Della Mirándola y la vida al hereje italiano Giordano Bruno.
En su primera exposición, realizada en el Club Unión de Medellín, en julio de 1937, ya se escucharon las voces soterradas de la condena. Allí aparecían, ante los ojos incrédulos de una sociedad oscurantista, los primeros rasgos de una insurgencia que encontraría su colofón en noviembre de 1939, encarnado en un desnudo titulado Cantarina de la Rosa.
–Débora, afirman que usted pintó el deseo... ¿pero cómo puede pintar el deseo una mujer casta que ni siquiera se casó?
–Es que pintar el deseo es pintar la ausencia, yo pinté la ausencia, la ausencia de amor, la ausencia de desnudez, la ausencia de complicidad, la ausencia de vida, la ausencia de ternura, la ausencia de justicia.
–¿Cuál es el color más triste?
–El blanco, un color que no existe. Sin embargo la gente le tiene mucho afecto, quizá porque la gente adora el vacío.
–¿Qué es para usted la belleza?
–La belleza es un laberinto del que nadie sale completo.
–¿Qué es el arte, Débora?
–El arte es la única venganza sublime  –se queda absorta por unos segundos y completa–: en esa vendetta el afrentado es el tiempo.
–Hablando de tiempo, ¿usted cómo se escapó del suyo?
–Dándome cuenta de que estaba hecho de cosas perezosas, insustanciales y tontas.
–¿Quiénes fueron los primeros en criticarla?
–Todos, menos los que tenían derecho. Las señoras, los señores, los políticos, los patrones de cualquier cosa, las malas amigas, los parientes lejanos… y nunca mis padres, que siempre me apoyaron.
–¿Cuál fue la primera modelo que utilizó para un cuadro?
–Fue una religiosa. Ese cuadro fue una liturgia. Desde ahí se me metió en la cabeza que el desnudo era sagrado. Después mis modelos fueron amigas, parientes, conocidas y mujeres hastiadas, casi todas casadas. Con frecuencia había que entretener y engañar a los maridos para poderlas pintar… Cada una es ahora un cuadro, un recuerdo y una dicha…
–¿Y ahora ya no está pintando?
– Ahora solamente me pinto el pelo.
–¿Tiene problemas la belleza?
– Claro: la belleza es un sueño bello que si no se vigila se convierte en pesadilla.
–Adentro o afuera, ¿qué es mejor?
–Todo lo que vale la pena va por dentro. Afuera no hay sino pendejos, asesinos y cretinos.
–Débora, alguna vez van a decir que este reportaje tuvo mucho de fantasía…
–Peor para ellos: aún no se han dado cuenta de que la imaginación es el único músculo digno que le queda al hombre.
Estamos hablando tibiamente, tan quedos y nirvánicos que nuestras palabras tienen la dignidad del pensamiento de un enamorado, y sin explicación alguna, desde el fondo del patio que nos acecha con sus mirlos migratorios y sus árboles pacientes, sale una niña que salta la cuerda. Yo la miro y la reconozco. Débora la siente y no la reconoce. Y ella viene hasta nosotros pero prefiere a Débora. Débora se inquieta.
–¿Hay una niña aquí…?  –me pregunta.
–Seguro  –le respondo.
–¿La conozco?
–Claro, aunque hace tiempo no la ve…
–No sé: presiento que no será feliz… ¿cómo se llama?
Y yo le digo entonces:

–Débora, voy a presentársela. Es un ser necesario, un ser vulnerable y fuerte al mismo tiempo. Débora, le presento a esta niña… Débora, esa niña es usted.