La búsqueda insaciable - Presentación


El poeta Eduardo Gómez

Presentación de la novela de Eduardo Gómez

El jueves 3 de octubre a 6:30 pm, en la Biblioteca Los Fundadores del Gimnasio Moderno de Bogotá, se presentará la novela La búsqueda insaciable de Eduardo Gómez.
La presentación estará a cargo de Luis Carlos Muñoz, Federico Díaz-Granados y Gonzalo Márquez Cristo. Entrada libre.

La búsqueda insaciable es la primera novela de Eduardo Gómez, conocido hasta ahora en su larga trayectoria, como poeta, ensayista y profesor universitario. Pero precisamente por su carácter tardío, es una obra que abarca un amplio panorama, aunque su base es autobiográfica. Describe e interpreta el proceso de formación y de-formación de un poeta trasgresor y “maldito” que, en la Colombia de mediados del siglo XX, va profundizando en su rebeldía y en su desarraigo hasta acceder a la reflexión crítico-filosófica y a la novela.
Esa trayectoria se va ramificando y relacionando hasta involucrar a toda una generación, en sus diversos grupos de intelectuales, presuntos revolucionarios y escritores, teniendo por escenario acontecimientos como el asesinato de Gaitán, la masacre de estudiantes del 9 de junio de 1954, la posterior lucha estudiantil y la intensa vida cultural en Bogotá, en la década de los años cincuenta. Este último aspecto es predominante en La búsqueda insaciable, que sobresale respecto a la anterior novelística latinoamericana y norteamericana por pertenecer a la llamada “Bildungsroman” (novela de formación), en la que los conflictos de todo tipo alcanzan una acentuada complejidad cultural y una notable universalidad.


Eduardo Gómez nació en 1932 en Miraflores (Boyacá, Colombia). Durante sus estudios de Derecho en Bogotá, fue cofundador de la Federación de Estudiantes Colombianos (FEC), vanguardia en la lucha contra el gobierno de Rojas Pinilla. Estudió en Alemania literatura y dramaturgia durante seis años. Fue director de publicaciones en Colcultura. Desde hace más de tres décadas es profesor de literatura europea en la Universidad de los Andes. Dirigió la revista Texto y Contexto. Fue presidente de la Sociedad Goethe de Colombia. Ha publicado ocho libros de poesía: Restauración de la palabra, El continente de los muertos, Movimientos sinfónicos, El viajero innumerable, Historia baladesca de un poeta, Las claves secretas, Faro de luna y sol y La noche casi aurora; y cinco libros de ensayo: Ensayos de crítica interpretativa, Reflexiones y esbozos, Memorias críticas de un estudiante de humanidades en Alemania Socialista y Notas sobre el surgimiento del teatro moderno en Colombia. La editorial Libros de la Frontera de Barcelona, publicó en el año 2000 una compilación de su poesía, y la editorial Trafo de Berlín editó una antología bilingüe, titulada: Stadt im Fieber. Algunos de sus textos han sido vertidos al alemán, al inglés y al yugoslavo. En los últimos treinta años, ha dirigido numerosos programas de crítica literaria en medios culturales como la Radio Nacional y, actualmente, coordina Poesía en el tiempo en la emisora 106.9 de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.




LA BÚSQUEDA INSACIABLE(fragmento)
La rutina de sus días sin un futuro cierto (ahora que ya no se hacía ilusiones sobre sus fugaces pretensiones “revolucionarias” de otrora en el movimiento político universitario) la disponibilidad excesiva de tiempo libre que ese vacío había dejado, las restricciones de dinero y su condición dependiente de Elisa, su madre, que lo apremiaba para que “no desperdiciara su talento en la bohemia intelectual”, sino que lo hiciera “productivo”, así como la necesidad creciente de comprender su pasado para poder planear un futuro mejor, terminaron por afianzar a Randolph en su proyecto de escribir un relato autobiográfico. Su existencia actual ponía en evidencia (con mayor intensidad que las de quienes laboraban en profesiones útiles, definidas y circunscritas con claridad) un sentimiento de marginalidad, de vacío y de desconcierto cuando se planteaba preguntas sobre la finalidad de su vida. Se sentía sobrante, deambulando por los vericuetos de un mundo fantasmal, cuyo exceso de abstracción y sentimientos flotantes lo impulsaba, como reacción, a buscar compensaciones en la sensualidad desenfrenada, en la alternancia del vivo placer que le proporcionaban sus furtivos encuentros sexuales, a pesar de la depresión y el enervamiento que seguían como consecuencia.
Era un círculo vicioso y para comenzar a superarlo, sólo quedaba el intento de comprenderlo, de tratar de trascenderlo. Pero el anhelo de comprenderlo, casi exclusivamente mediante métodos conceptuales (como en última instancia, parecía ser el freudiano, tal como en forma rudimentaria lo conocía hasta ese momento) planteaba de entrada una contradicción, puesto que el comprender implica, ante todo, una sensibilidad crítica. Por el método freudiano ortodoxo, se podía entender pero no propiamente comprender; había una diferencia entre esos términos. Además, el relato que eventualmente escribiera, no sería, probablemente, digno de ser publicado (al menos, por ahora no era la intención primordial) pero tendría más posibilidades de cambiar su vida, concibiendo la escritura como una totalidad, en la que la sensibilidad debería aportar los criterios básicos para recuperar y trascender sus experiencias. Un análisis autocrítico como el que hacía Baldo en las notas del diario que le había prestado, era, no solo un poco aburrido de escribir, sino muy unilateral y, por eso mismo, tal vez bastante inocuo. Baldo escribía sobre sus debilidades y conflictos como si fuera posible señorear racionalmente sobre ellos. Esa posición, todavía le hacía el juego a la pretensión de que somos “culpables” en nuestras fallas, puesto que si se cree que las podemos dominar “racionalmente”, consecuentemente podemos “elegir” lo mejor. En cambio Randolph estaba llegando a la convicción de que hablar de culpabilidad es excederse en los términos porque para ser culpable se necesita poder elegir libremente su vida y eso sería cosa de los dioses, si existieran, pues en realidad, estamos determinados hasta el infinito. Su sexualidad viciosa y las derrotas que le había infligido a su voluntarismo y a sus intentos de disciplina, le habían descubierto, poco a poco, esa verdad que ahora le parecía evidente. Baldo podía creer (con el Sartre de El ser y la nada) que “elegimos” nuestra existencia y somos responsables de ella “hasta en el sueño” porque Baldo era un hombre casto que tenía un gran control sobre sus problemas y su única debilidad parecía ser la de beber diariamente algunas cervezas. Su vida estaba determinada por el mundo de los libros más enjundiosos de la cultura europea y desde esa altura no era posible intuir, con la hondura y la intensidad necesarias, los dramas de la pasión desenfrenada, ni emocionarse y desear con locura. Es verdad que sabía escuchar, que no juzgaba, en el sentido de condenar o absolver desde arriba con pretensiones de árbitro; sin embargo, aún en sus más afortunadas aproximaciones a una comprensión de los problemas de Randolph, se percibían todavía un trasfondo moralista y exigencias de cambio que aún privilegiaban ilusoriamente los propósitos especulativos de carácter voluntarista para superar un conflicto. Baldo era, en el pleno sentido de la palabra, un “intelectual”, y él mismo decía en sus notas autocríticas que esa posición “le había hecho mucho daño”.
Mientras rumiaba todos esos pensamientos, había llegado a su viejo apartamento. A través de la ventana se veían innumerables luces desperdigadas en la base de los cerros, ya sumidos en la oscuridad, y su centelleo daba en conjunto la impresión de un “cielo caído” (o, como también podía decir un poeta) de… miles de diamantes desparramados sobre el terciopelo negro de la noche. Como era ya su costumbre ante ese espectáculo, Randolph imaginó lo que pasaría debajo de esa espléndida cobertura. De noche esos barrios pobres desaparecían en la oscuridad para quien los contemplaba a distancia, y sólo era visible ese hormigueo resplandeciente, esa superficie deslumbrante, que incitaba a soñar con paisajes cósmicos y fantásticos laberintos, pero un leve esfuerzo reflexivo que se apoyara en un elemental conocimiento de los suburbios orientales de la ciudad (prendidos trabajosamente a las grandes lomas de los cerros) permitía imaginar una serie de escenas dramáticas en su realidad oculta. Muchos de los que vivían allí, se acostarían con hambre y exprimirían sus magros cuerpos en furiosos coitos, intentando olvidar la desolación de sus vidas. Otros, deambularían por calles empinadas (ocultando el revólver o el puñal bajo chaquetas desgastadas) rumbo a algún barrio elegante del norte, donde intentarían el atraco semanal que les proporcionaría comida durante algunos días. Habría por allí mujeres abnegadas en cocinas mugrientas, esperando a su hombre, algún obrero que ya estaría viajando hacia casa después de la larga jornada de ocho y hasta doce horas. ¿Y cómo serían las tabernas y los prostíbulos? Cavernosos, con putas feas, entre las que habría niñas de doce y catorce años (a veces iniciadas por sus propias madres); con camarotes estrechos en lugar de dormitorios y una gorda e implacable patrona, excesivamente maquillada, vigilando con disimulo para que los “chulos” no golpearan a sus pupilas o para que los clientes no se fueran sin pagar. No muy lejos (e incluso al lado) estaría la modesta iglesia colonial del barrio, que llevaría el nombre de algún santo o santa, y donde el sacristán estaría apagando los cirios que la devoción colocó al pie de la estatua de la virgen, o abriendo, bajo la mirada alerta del cura, la caja de las limosnas. Por allí también habría desplazados de la violencia política que azotaba la provincia; sobrevivientes de las miles de masacres, viviendo “arrimados” en casa de parientes o amigos (casi tan pobres como los campesinos que vinieron huyendo de las hordas de sicarios contratados por el gobierno). Después del asesinato de Gaitán, los poderes establecidos acabaron con la vida de (según decían los expertos) doscientas mil personas en sólo cinco años. Randolph recordó que el “camarada” Esquivel, cuando iba a la tertulia, solía acaparar la atención de los presentes rememorando los años inmediatamente anteriores (y “cuya pesadilla no había sido superada del todo sino tan solo aplazada por el actual gobierno de Rojas Pinilla”), al contar anécdotas espeluznantes y comentarlas con esa gravedad en la voz que conjuraba de antemano cualquier comentario frívolo o cualquier chiste inoportuno. Él había escuchado a un cura fanático, vociferando por los altoparlantes de la torre de la iglesia de su pueblo: “el peligro mayor para la salvación de este pueblo son esos liberales, engendros del demonio”; y ese mismo cura había ayudado a los “chulavitas” a reclutar jóvenes peones de las veredas conservadoras para que engrosaran las huestes expertas en masacrar a quienes consideraban militantes de la “oposición comunista”. Eran los mismos que antes de matar gritaban: “¡Viva Cristo Rey!”. Luego, Esquivel había descrito los comienzos de la “última racha de violencia, y digo última porque desde el principio este país ha sido violento”. Esa violencia había comenzado cuando el relativo desarrollo que el país había alcanzado en los cuatro primeros gobiernos liberales, fortaleció un poco la clase trabajadora, enriqueció más a la oligarquía e hizo avanzar la educación, poniéndola mucho más al alcance de sectores campesinos y de la clase media baja. Por ejemplo, la refundación de la Universidad Nacional por López Pumarejo, creó un amplio sector intelectual y profesional surgido de las clases bajas, modernizando de manera notable la cultura del país. Eso, a su vez, inició en los dos partidos tradicionales una concientización social más concreta. Antes, los partidos estaban constituidos verticalmente, porque la ilusión de que “todos somos iguales ante la ley”, todavía sugestionaba a las masas; pero con el enriquecimiento excesivo, el acaparamiento y la mayor conciencia político-social, mediante la educación, los partidos políticos comenzaron a dividirse por dentro en función de los poderes reales que están determinados por la situación económica y sus consecuencias. Llegado a ese punto —recordó Randolph— Esquivel se desconcertó un poco y apenas logró explicar con dificultad, y apelando aún más a la jerga consagrada, que esa relativa, y todavía lenta, clarificación social de los partidos tradicionales “agudizó la lucha de clases” y, por tanto, la violencia…

A Randolph le bastó volver a mirar otra vez ese enigmático y distante mar de luces para regresar de su reminiscente abstracción: ¿cómo relacionar la salvaje desesperación que adivinaba allá detrás de esa dorada cobertura, con esos esquemas (seguramente útiles y verdaderos en principio pero solo para empezar a vislumbrar aquel inmenso drama) con las vivencias de millones de personas, de individuos, cada uno inmerso en su impotencia, o en la ilusión de su potencia, emitiendo señales que piden socorro sin ser cabalmente comprendidas porque todos las emiten simultáneamente y porque casi todos quieren ser ayudados en primer lugar? Es muy difícil que en esa caótica lucha por sobrevivir, esos millones de rezagados logren organizar, al menos en forma mínima, sus urgentes y elementales deseos y necesidades (cuya satisfacción es, a corto plazo, de vida o muerte) para comenzar a entrever una salida colectiva del ghetto. “El desafío está en poder trasmutar en sensibilidad crítica y actuante todos esos escuálidos criterios de la sociología. Claro que son ciertos pero todavía demasiado generales. Son como un esqueleto sin carne y sangre. Eso es… La vida es un misterio hecho cuerpo vivo y cambiante. En cada cual, el mismo y distinto misterio a la vez; y en cada cual la pulsión de dominar al otro, aunque, al mismo tiempo pidiéndole socorro”. Con toda razón, Baldomero había intervenido para calificar la exposición de Esquivel como cierta, esquemáticamente hablando, pero en la que predominaba el intento de reducir “a un ajedrez previsible íntegramente por la razón, lo que en realidad es un mundo de contradicciones que, por principio, nos sobrepasan y en alguna medida nos sobrepasarán siempre”; y agregó una sentencia, un tanto enigmática, de Sartre: “La existencia es anterior a la esencia”. Porque es imposible delimitar, con verosimilitud suficiente, las clases sociales, sobre todo en aquellos sectores muy ignorates e instintivos o muy ilustrados y más humanos, porque sus móviles y sus reacciones son mucho más impredecibles. Fue entonces, cuando Randolph planteó, a propósito de un ejemplo que se le ocurrió, una pregunta que terminó de desconcertar a Esquivel: ¿cómo explicaría la ortodoxa sociología marxista, la súbita decisión de un empleado de la banca francesa como fue Gaugin, que resuelve dejar su mundo parisiense para sumergirse en el trópico azaroso de las islas del pacífico y dedicarse a pintar entre seres primitivos y misérrimos? ¿Cómo se explicaría la vivencia de ese cambio realizado contra sus intereses de clase, contra la tradición heredada como francés y europeo (incluida la tradición artística) y que lo impulsó a dejar mujeres hermosas y refinadas (su esposa sueca en primer lugar, a la que mucho amaba) y sus hijos, para cohabitar con mujeres primitivas y muy morenas, que podrían parecer bellas pero desde una sensibilidad radicalmente diferente, que suponía haber tenido una infancia opuesta a la de un europeo? Ese cambio de personalidad requería una “descripción fenomenológica que lograra explicar y comprender la formación de una sexualidad atípica en relación con el surgimiento de una rebeldía cuestionadora de valores establecidos (incluidos los estéticos)”, dijo Baldomero con meditada precisión. El marxismo clásico (y mucho menos el sectario y ortodoxo) no tenía criterios suficientemente penetrantes y sutiles para recrear ese proceso en su integridad, mediante hipótesis verosímiles. Y aunque había que reconocer que el marxismo era único para aportar criterios decisivos que permitieran comprender el contexto, la estructura social y política, determinantes de un proceso existencial en cualquier sujeto, también era cierto que para la descripción de la singularidad matizada del proceso y su raigambre inconsciente, el marxismo (incluido el clásico) necesitaba ser enriquecido con el psicoanálisis y el existencialismo sartreano, había concluido Baldomero, después de una larga exposición que causó impresión en el pequeño círculo de oyentes. “Se está entrenando con nosotros como futuro profesor. Captó virajes de Sartre hacia el marxismo. Las lecturas dominicales en grupo, de Le Temps Moderne en su apartamento”. Y Randolph vio por un momento la escena, cuando Baldo invitaba a dos o tres de sus amigos más próximos a escuchar la traducción de densos ensayos de Sartre, aparecidos en el último número de su revista, que después los oyentes comentaban. Con la fusión de descripción fenomenológica y literatura, que había logrado Sartre, era posible descubrir las posibilidades trascendentes hasta de las experiencias más cotidianas. La obra literaria sartreana mostraba que si se sabían hacer las necesarias mediaciones y asociaciones, toda vivencia era susceptible de ser recreada de tal manera que desembocara en aperturas trascendentes. No se necesitaban experiencias especialmente importantes o “históricas” para lograrlo; bastaba ahondar en cualquier experiencia hasta tocar fondo en una “situación límite”, que, en sus contradicciones y en su autenticidad, pusiera en evidencia un conflicto insoslayable que no permitiera fugas ideológicas, ni consuelos, ni paliativos. Esa capacidad de mediación entre las vivencias más cotidianas y su comprensión, había sido clave en la consolidación de la amistad entre Baldo y Randolph, y era la explicación más elemental de la creciente popularidad de Baldomero entre muchos intelectuales jóvenes. Había que partir de lo vivido (en tanto más secreto, mejor) y “poner entre paréntesis” el saber aprendido de padres “modelos” pero despóticos, madres “abnegadas” pero ignorantes y cómplices, curas y maestros cristianamente castradores y “patrióticos”; había que desconfiar, por principio, de la sensatez y de la capacidad de adaptación (que, con frecuencia, no era sino capacidad de abyección) del hombre “práctico”.