El último trofeo - Cuento


Por Nelly Rocío Amaya*

“Creo que ahora tendré que pedir permiso para morir un poco. Con permiso, ¿eh? No tardo. Gracias”Estas habían sido sus últimas palabras antes de salir del apartamento en aquella primavera del 2007. Luego bajaría por las escaleras y levantaría su brazo derecho para despedirse con esa vaga expresión de camaleón verde-gris, que le quitaban crédito a sus palabras.  
Sobre la mesa del comedor quedaban dos ejemplares de la novela que después de muchas correcciones, por fin salía a la luz, pero que al verla estampada con carátula a color y aquellas legendarias pirámides de fondo, parecía cobrar nueva vida. Abrí uno de ellos para comprobar su rúbrica. Y me lo imaginé en Barcelona como en sus mejores tiempos, cuando decidió apostarse frente a la Monumental citando a Cervantes hasta lograr lo que pocos: salir en hombros por la puerta grande.
Entonces se hablaba de su arrojo, de la novedad de su estilo: el tremendismo. Y aparecía de rodillas, sentado sobre la arena con su capote, dándole la espalda al toro o rozando con su pecho los pitones. El genio rebelde del toreo, le decían.  “El diestro colombiano recibe la ovación del público que delira en los tendidos”, “3 rabos, 1 pata, 2 horas a hombros por las calles”. Por todas las plazas, Madrid, el Coliseo Romano de Arlés, Barcelona, la Santamaría, recogiendo flores y paseando orgulloso con su capote.   
Recordé aquella foto colgada en la pared donde sacaba ligeramente el pecho con leve sonrisa. Su mano izquierda sujetaba una sencilla boina blanca con el dedo pulgar entre el bolsillo del pantalón;  una figura digna de los versos de Lorca.
Pero de esto, hace más de 50 años. A su edad –pensé, ya no se necesita la fama. ¿Sólo dejaría consignadas sus experiencias esotéricas para desentrañar misterios de faraones y  egipcios? 
Cuando lo conocí, iba y venía cargado de anécdotas deteniéndose en las calles del viejo barrio de la Candelaria. De niño –me dijo, había visto bajar las vacas flotando con la mirada al cielo en medio de un río embravecido. A menudo lo sorprendía espiando los nudos de su memoria. Pues en realidad había otra historia: “Cuando se me vino aquel novillo por primera vez, sentí miedo, un horror indescriptible”. Desde entonces, quedaría cautivo en el mesón de sus brazos sin dejar de buscarla para sentirla rodar como arena fina sobre la espalda.  Ella –la muerte– sería su verdadera conquista, su amante sempiterna. Y la espiaba desde cualquier ángulo aún entre sus sueños, o despertaba con un sudor frío sobre la frente.
Por eso, cuando se despidió aquella tarde, pensaba que el pedir permiso, era sólo un sarcasmo hacia el mundo mezquino que casi siempre rodea a los hombres grandes.  Pues ya no había que buscar grandes oportunidades, ni arriesgar la vida; a lo sumo, algunos centavos para tentar la suerte. Pero en cambio, seguía  escribiendo a solas su verdadera historia: la de sentirse perseguido por ella, sin podérsela quitar de encima.  A lo mejor piense todavía en ganarse el último trofeo.


*Nació en Bogotá en 1962. Poeta y música. Periodista cultural, Magister en Literatura Hispanoamericana del Instituto Caro y Cuervo