La Ciudad del Poeta


La Ciudad del poeta,libro de crónicas de Carlos Fajardo Fajardo, acaba de ser publicado por la Colección los Conjurados. El libro es un periplo poético por casi 20 ciudades reales, soñadas, mitificadas y reinventadas, como un homenaje a los poetas –y a las ciudades– donde ellos escribieron, vivieron, amaron y que  el autor ha recorrido buscando sus huellas secretas. La presente es una reseña sobre el libro en mención.


Por Jorge Eliécer Ordóñez Muñoz

La palabra crónica -para los amantes de la etimología, como Borges y otros hermeneutas- proviene de griego, khronos, tiempo, es decir que se trata de una historia que sigue el orden de los tiempos. Pero, ¿cuál orden, el lineal, que utiliza los dígitos del calendario o discurre en las manecillas del reloj, en forma convencional, o el otro, el de las anacronías que, como en el sueño, apunta más bien a un desorden, suerte de entropía que permite relativizar, entreverar, el pasado, presente y futuro del devenir cósmico y humano? 
Una crónica en sentido literal apuntaría al primer interrogante, en tanto que un cuento, un poema, un monólogo interior, con fuerte fluir de conciencia, estarían más cercanos al territorio del desorden ordenado, para diferenciar las audacias de la creatividad -desviación de la norma, entrecruce de géneros- del simple disparate.
El libro que ahora discurre por mis ojos y mi entendimiento, si bien tiene el rótulo genérico de crónica, pertenece más bien a ese ejido gitano de las prosas apátridas -aporte de Julio Ramón Ribeyro-, es decir, un tejido (texto) construido con diversas formas, tonos, ritmos, cadencias y estilos, de los llamados géneros discursivos, visión más amplia y abarcadora que la tradicional de géneros literarios.
La Ciudad del Poeta es un periplo por ciudades reales, soñadas, mitificadas, sufridas y reinventadas por un emisor poético –alter ego del autor real- y uno, a veces varios, interlocutores, poetas y artistas que le hacen la segunda a la voz primordial, con aportes de sus textos, evocados oportunamente por el poeta vigía. Al recorrer el libro, con apacible fruición, a veces trastornada, evoqué Midnigth in Paris, esa hermosa fantasía de Woody Allen cuando recrea, no, mejor recuerda (volver a pasar por el corazón) a la Ciudad Luz que vio desfilar por sus calles y puentes, bulevares y galerías, bares y encrucijadas, a los hombres y mujeres que construyeron Las Vanguardias, tan gratas a nuestros imaginarios estéticos e ideológicos.
En La Ciudad del Poeta la artesanía textual funciona creando la ilusión del encuentro, cara a cara, entre Carlos Fajardo y el poeta o artista, que de alguna manera se ha convertido en ícono de la ciudad caminada y homenajeada. Toda lectura que devuelve la página es un homenaje, un querer pisar las huellas que plasmó el artista.
Dos logros, entre otros, destaco en La Ciudad del Poeta. El primero consiste en recordar, desde el poema mismo, a una figura emblemática de la ciudad, sin caer en la tentación de escoger al ungido por todos: no la Santiago de Neruda, sino la de Jorge Teillier, no la Lima de Vallejo, sino la de Oquendo de Amat, no la Habana de Lezama Lima, sino la de Eliseo Diego, no la Montevideo de Onetti, sino la de Lautremont, no la México de Octavio Paz, sino la de ese juglar que se puso en bandolera los amores y desamores del mestizoamericano, macho y sensible a la vez: José Alfredo Jiménez.
La segunda virtud reside en esa especie de estética de la recepción que convoca diferentes autores y estilos, diversos momentos históricos y sociales, variadas subjetividades, en un diálogo sostenido y matizado desde la Poesía, en sus múltiples vertientes y manifestaciones. El verosímil se hace tangible porque cuando un lector entra al universo de un poeta, a despecho del tiempo y de la muerte, no hace otra cosa que levantar con él un puente dialógico.
En mi ya larga romería por los signos y los símbolos, siento que Homero, desde Ítaca o desde Esparta me confiesa sus desvelos por Aquiles, su paciencia con Ulises, su consideración por el duelo de Néstor, ante el cadáver degradado de Héctor, en torno a la muralla. De igual manera, Kafka, a media voz me relata la génesis de Gregorio Samsa, su peregrinar de humano a insecto, cuando frente a un espejo velado nos asombra el propio rostro y los miembros, damnificados por una guerra o un atroz desengaño. Tu historia es lo que sueñas, ha dicho el poeta Quessep, vale decir, lo que lees, lo que imaginas, lo que dialogas, con otro ser humano que se atrevió a cifrar en “humanas, míseras palabras”, un retazo de vida que se parece a la tuya, en una ciudad, cuyo puente, ermita o árbol talado, te devuelven la tuya, con sus infiernos y sus paraísos. 
Insisto, leer es dialogar, sentarse en la misma mesa, paladear las mismas angustias, esperar los mismos trenes, descifrar idénticos exilios que luego deletreó cada uno de nuestros poetas amados. La memoria fue un género literario desde antes de que naciera las escritura, ha dicho Eugenio Montale; bien lo supo Tiresias, en su diáfano oráculo, así lo padeció Funes, antes de perderse en su laberinto de cifras.   
Libro para viajeros, curiosos de la palabra y sus epopeyas cotidianas, no para turistas o coleccionistas de postales y videos. Sólo se precisa un poco de fe, una espera vehemente para que al sonar el gong de la medianoche, te recoja una cuadriga de caballos blancos y te lleve, hechizado, por esas callecitas de Buenos Aires, que cifró el bandoneón de Piazzola, o por la rúa Augusta para que Fernando Pessoa, o alguno de sus múltiples dialogantes-heterónimos- te recuerde algún pasaje del Desasosiego, o bien para que Joan Manuel Serrat desde su playa de infancia te recupere a esa mujer perfumadita de brea y te vayas con ella, caminando por las playas del mundo, desde Juanchaco hasta Ipanema, mientras le confiesas al oído que la belleza es fundamental. En la orilla, un guiño de Vinicius de Moraes te hará sonreír frente a la ola o frente a la página.