El arte en la era de las rentabilidades



El poeta y ensayista Carlos Fajardo, denuncia aquí el Octavo Arte, el de hacer dinero con los otros siete; en un texto incisivo, que abonará la reflexión sobre ese grave problema de la contemporaneidad

Por Carlos Fajardo Fajardo

“La idea de lo efímero de todas las cosas se hace sentir en buena parte de la obra de esas  antenas supersensibles que son los artistas”. La frase de Aldo Pellegrini nos envía a pensar en la imposibilidad de permanencia y de durabilidad de los objetos en el mundo del consumo y de la obra de arte en la era de las mercancías simbólicas. Está claro que en la actualidad el arte asume las mismas lógicas del mercado. Del genio romántico, vanguardista, extraño, marginado y rebelde, el cual proyectaba una pulsión crítica desde la imaginación, el sueño, la poesía, la pasión y la angustia por la existencia, hemos pasado al genio de los negocios, que busca sólo éxito bursátil, dinero y celebridad. La oferta y la demanda manejan al artista como cualquier producto de uso y de cambio. De allí su proceso de exposición constante en los medios para cotizar cada vez más su imagen. El valor de su obra –que ahora es artefacto u objeto de consumo– está determinado por la promoción mediática y la difusión masiva que de ésta se realiza. Es el arte no de las propuestas filosóficas trascendentales, ni de las estéticas de la revuelta, sino el arte de los mercaderes. Ante el artista rebelde se impone un artista del confort.
Estas son las condiciones donde se mueven tanto el artista, la obra, el público, el crítico, el museo, las subastas y todas las instituciones que conforman el llamado “mundo del arte”. Así, por ejemplo, se ha pasado del museo como centro del arte moderno al museo como centro comercial del arte mercantilizado. Museos espectáculos, museos-escultura, seductores; museos-tiendas, museos franquicias, museos de marca, donde es más importante la arquitectura fascinante de los mismos que las obras que en ellos se exponen. Los museos han adoptado las lógicas comerciales del capitalismo, con las estrategias de captación de públicos consumidores. El turista cultural, voraz,  visitante de los museos, no tiene tiempo para contemplar, sólo tiene tiempo para consumir. Hace su paseo rápido por estos antiguos templos del arte. No son viajeros que habitan los espacios, son turistas que consumen en los espacios que transitan.
El predominio del valor económico sobre el valor simbólico es hoy por hoy determinante. Desde esta perspectiva, la mutación del sentimiento moderno respecto al arte y la cultura es demasiado enorme en las estructuras de la concepción intelectual del presente. Con el pensamiento crítico en crisis, la labor del pensador-creador se resiente. La globalización económica capitalista ha creado artistas e intelectuales espectacularizados, legitimadores del establecimiento, estrellas fugaces con un pensamiento conciliador. Se impone un intelectual académico turista, de viaje por las universidades neoliberales. Tanto para los medios como para el mercado estos son los nuevos cánones del pensamiento. De por sí, los periodistas reemplazan a los pensadores creadores y críticos. Fin de la era del espíritu, sepultura de las grandes propuestas ideológicas, filosóficas y metafísicas. Así, el contexto socio político y cultural no puede ser más desalentador.
Este pasar con ligereza y levedad sobre las grandes piedras del espíritu es lo que nos sitúa en la pérdida de importancia del arte, el cual se asume con una desfachatez despreocupada, fácil y vacacional: más divertimento, más goce instantáneo, menos tensión crítica. Al arte se le observa como figura decorativa, como un Neo Art Deco de distracción y animación temporal. Ya no provoca ni proyecta innovación, no es esencial para las transformaciones individuales ni colectivas. Ya no se asume como un gran peligro que puede impactar en nuestras vidas. Se le considera un ornamento que no causa estragos, ni catástrofes espirituales. De allí su aceptación, su transformación en artefacto efímero, consumible, agradable. El escaparate global es su sitio más preciado. Entre más seductor y lumínico mucho mejor; entre más espectacular y fascinante mayor será su aprecio –y precio.
De manera que lo más reprobable y mediocre convive pacíficamente con el arte de alta calidad, y éste a la vez se complace con ser considerado un objeto que hace agradable lo cotidiano. Pero esto ya no produce escozor, a casi nadie le importa. Por lo demás, el “objeto artístico” se valora por el consumo más que por su valor estético; está sujeto a las variables de la economía mundial, a la inflación, recesión, devaluación, a los ingresos, distribución, ventas, y a ciertos cambios políticos tanto internos como globales. El lenguaje ecónomo empresarial le impone reglas comerciales, y nociones tales como precio, competencia, efectividad, eficacia, rentabilidad, marca comercial, publicidad, flexibilidad, corredores de arte desplazan a conceptos como creatividad, autenticidad, sublimidad, originalidad, emancipación, subversión, experiencia poética. En este juego de precios y valores que rige al arte, a mayor promoción mediática del objeto mayor es su precio. Con esto aumentan sus ganancias tanto los corredores o vendedores del arte, como las subastadoras globales y los grandes coleccionistas e inversionistas.
Tal es la situación del arte hoy. La globalización neoliberal lo integra a la industria del diseño, a la publicidad, a las marcas, al vedetismo, al gourmet, al turismo como un bien y un servicio más de consumo. Prisionero de las lógicas de la globalización económica y de la mundialización cultural las industrias del ocio y del entretenimiento han convertido al arte en un asunto de uso reemplazable, en botadero estético. El desecho sensacional y excitante es el nuevo modelo. Lo que no se consume no da placer. Los resultados son desastrosos: homogenización del arte y rechazo a toda actitud de excepción.
Así por ejemplo, bajo estas lógicas empresariales, las artes visuales y los artistas han cambiado sus concepciones de creación. “Su formación es diferente, la manera de producir su obra es distinta, otros son los itinerarios que se definen con sus viajes”, nos dice Andrea Giunta. Gran parte de los artistas bienalizados circulan por el mundo con sus mismas obras y son casi siempre los mismos invitados con temas repetidos y recurrentes. Son artistas multi-locales, que buscan ser subsidiados por programas internacionales y aceptan lo que quieren las exposiciones globales. Heterogéneos en sus exhibiciones, según lo exigen las bienales, adaptados y adaptables, son artistas que realizan su obra por encargo, con lo que pierden autonomía de creación crítica y propositiva respecto al valor de cambio y de uso de su arte. Sin embargo, cínicamente, esto los tiene sin cuidado. Se convierten en cambio en viajeros del mercado, donde, como lo asegura Giunta, “el viaje ya no supone un desarraigo traumático o exitoso, genera un artista capaz de articular su obra en distintos contextos. El vídeo, la instalación, la intervención en el espacio urbano, público, museográfico, son las estructuras más funcionales para la era global. No es necesario que esta se transporte: se arma en el lugar, con materiales del sitio (…) En estas condiciones, el tradicional viaje modernista, que el artista emprendía para completar su formación y traer lo nuevo a su país de origen, tiene nuevas formas de inscripción. Es una forma de nomadismo global en el que el artista opera desde una o más ciudades de base y viaja a montar su obra en los más inesperados lugares del planeta”. Los modelos globales de la franquicia, el toyotismo y del pos-fortdismo se hacen manifiestos en estas condiciones artísticas.
Manipulado por una bienalización permanente, que determina el tipo de arte acorde a los modelos que rigen en la moda artística y el mercado, el artista puede en un momento trabajar sobre las problemáticas de un país (la violencia en Colombia, por ejemplo) y en otro momento estar montando una instalación sobre los inmigrantes en España. De modo que la localidad exclusiva desaparece, produciéndose la multilocalidad artística itinerante. Las nociones de identidad nacional y de nacionalismo, surgidas en la modernidad, desaparecen, instalándose un pluralismo geopolítico y geoestético. El arte ha entrado en una esfera de dislocaciones y multilocaciones glocalizadas. Heterogeneidad glocal frente a unidimensionalidad local.
Insistimos: al arte se le asume ya no como un proyecto fundamental para “elevar” el espíritu del hombre, sino como un componente junto a los objetos que se consumen y se desechan, necesarios sólo como acto decorativo. Las obras de arte antaño “revolucionarias” ahora son un asunto seductor para promover cursos en las universidades y ser reducidas a suvenires turísticos que se compran y se venden como algo atractivo, original y exclusivo. El arte que antes chocaba, y era un peligro para las sensibilidades, hoy por hoy encanta por su fascinante forma de entrega a una causa perdida. El mundo del arte entra a las esferas de la conciliación.
Hace años que vivimos bajo una sensibilidad mercantil que ha puesto fin a toda excelencia artística y a los proyectos de confrontación estéticos. Ante la euforia de la bolsa y la usura de los banqueros, y recobrando las palabras de Aldo Pellegrini, no podemos olvidar que el verdadero artista debe ser “un vigía alerta en la abigarrada movilidad de un medio”, y que su gran satisfacción está en “la posibilidad de provocar una explosión en el espíritu de un ser humano que lo arranque de su vivir indiferente, que lo lleve a ese estado en que la vida se impregna de fervor”.


*Poeta y ensayista colombiano