La mentira como una de las bellas artes


Por Fernando Maldonado

Publicamos la columna del artista colombiano Fernando Maldonado, sobre el libro La CIA y la Guerra Fría cultural, donde la periodista británica F. S. Saunders devela la participación de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, en el turbio impulso a algunas manifestaciones creativas, así como en la magnificación de artistas que durante las décadas del cincuenta y el sesenta representaban los valores e intereses del imperio, como parte de la arremetida propagandística entablada contra el Realismo Socialista.

La CIA y la Guerra Fría cultural de la historiadora y periodista británica Frances Stonor Saunders, confirma con toda seriedad y la mayor documentación posible, los trucos y la “danza apache” (Tom Wolfe) de los artistas. Saca a la luz su sentido de la oportunidad en un juego de roles en el que tratan de parecer cultos, libres y políticamente de Izquierda, en tanto la famosa y tenebrosa Agencia Central de Inteligencia CIA, actúa como mecenas absoluto en sincronización perfecta con las instituciones más influyentes del arte y la cultura como el Museo de Arte Moderno de Nueva York, El museo Guggenheim, El Whitney y todo un cenáculo de críticos de arte, historiadores e intelectuales de la época. La investigación abarca un gran perímetro. Obviamente el arte moderno y específicamente la Escuela de Arte de Nueva York o el Expresionismo Abstracto, no es el único asunto investigado. Lo que resulta más sorprendente aún, es que una gran porción de la cultura teóricamente de Izquierda y sus más notables representantes, trabajaron bajo los auspicios de la CIA. Frances Stonor menciona el nombre de la compleja organización que se encargó de la tarea. Se llamó “Congreso por la Libertad Cultural” y fue organizado por el agente de la CIA Michael Josselson bajo los auspicios de los principales directores de la Agencia como una típica operación encubierta de propaganda y guerra psicológica para contrarrestar la incidencia cultural de la Unión Soviética en el mundo occidental. Su labor se extendió entre los años 1950 y 1967. Detrás de esta fachada estaba la Oficina de Coordinación de Políticas que para 1952 tenía 2.812 empleados directos y 3.142 en el extranjero. El presupuesto para ese año era de 82 millones de dólares.
“En su momento álgido, el Congreso por la Libertad Cultural tuvo oficinas en treinta cinco países, contó con docenas de personas contratadas, publicó artículos en más de veinte revistas de prestigio, organizó exposiciones de arte, contaba con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión, organizó conferencias internacionales del más alto nivel y recompensó a los músicos y a otros artistas con premios y actuaciones públicas. Su misión consistía en apartar sutilmente a la intelectualidad de Europa occidental de su prolongada fascinación por el marxismo y el comunismo, a favor de una forma de ver el mundo más de acuerdo con el concepto americano”. (Stonor Frances, La CIA y La Guerra Fría cultural.Bogotá, 2013)
El listado de personajes en la nómina de la CIA para emprender estas acciones es sorprendente: Encabezando la lista el compositor Nicolás Nabokov, primo del escritor y gestor directo de estas operaciones junto con Josselson. De allí en adelante figuras de las artes, las letras y el pensamiento como W. H. Auden, J.K. Galbraith, Arthur Koestler, Mary McCarthy, Robert Lowell, respaldaron y participaron en todo tipo de eventos anti-soviéticos. En una importante acción de “contrainsurgencia” en el hotel Waldorf Astoria un 25 de marzo de 1949, a raíz de la célebre Conferencia Cultural y Científica para la Paz Mundial, conferencia que resultaba ser la primera incursión Soviética Stalinista cultural en territorio norteamericano, se sumaron a la lista varios nombres en un comité que buscaba sabotear el evento. Frances Stonor menciona al respecto una pléyade de figuras de la cultura occidental: Benedetto Croce, T.S. Elliot, Karl Jaspers, André Malraux, Jacques Maritain, Bertrand Russell e Igor Stranvinsky. En aquella época el stalinismo estaba al descubierto y era claro que la utopía comunista fracasaba en un país sometido al régimen de terror propio de los totalitarismos.
La CIA sólo tenía que armar bien el circo y permanecer a cubierto. Esta fue la excusa de muchos artistas e intelectuales para defender su precaria posición cuando se descubrió la verdad de su trabajo. Algunos por omisión y otros por conveniencia terminaron glorificados y mitificados ante la opinión pública y pasaron a la historia del arte y la cultura como grandes fenómenos creativos. Lo que se pone en evidencia es que se trató de un aparato estatal complejo y poderoso publicitando una forma de arte que por sus características se oponía al Realismo Socialista impuesto por el régimen soviético. El éxito arrollador del Expresionismo Abstracto se debió al respaldo directo de la CIA con su red de museos, críticos, galeristas e inversionistas. El público como siempre, es lo de menos como lo denunció hace casi cuarenta años Tom Wolfe en La palabra pintada.
Había que vender la idea de que lo único válido en ese momento era la pintura abstracta y sus derivados. Hoy el mundo del arte y la cultura vive inmerso y sometido a esa derivación ideológica unidireccional. Lo que comenzó como una operación de propaganda y guerra psicológica, se convirtió décadas después, en verdad estética y dogma moderno. Los integrantes de la operación no previeron el alcance de su teatro de variedades. En especial, no previeron (ni era su asunto) que la forma de arte y cultura que patrocinaron se convertiría en un experimento con dinámica propia que habría de desencadenar con su presencia excluyente, las consecuentes modas opuestas como el Arte Pop y el final de la cadena consagrado en el arte no objetual y conceptual del cual somos herederos directos. Esta herencia incluye no sólo su gloria histórica fabricada por la propaganda de la CIA y sus colaboradores, sino además, la misma actitud de sospechosa inocencia y falsa protesta social. Criticar a voz en cuello y a la vez recibir patrocinios y beneficios de los mismos agentes que producen la desigualdad social criticada. Aparte de la política, ninguna otra profesión en el mundo ha sido capaz de sostener semejante ambigüedad con tanto cinismo. Hay memorables fragmentos de los gestores de la gran mentira dentro del arte moderno que la autora pacientemente ubicó en cientos de archivos como este de Donald Jameson, miembro de la CIA:
 “En relación con el Expresionismo Abstracto, me encantaría decir que la CIA lo inventó por completo, sólo para ver lo que pasaría mañana en Nueva York y en el centro de SoHo.”
Y más adelante:
“Nos habíamos dado cuenta de que era el tipo de arte que menos tenía que ver con el Realismo Socialista, y hacía parecer al Realismo Socialista aún más amanerado y rígido y limitado de lo que en realidad era”.
Otro más: “Por supuesto, cuestiones de este tipo sólo se podían hacer a través de las organizaciones o las acciones de la CIA, pero indirectamente, de lejos, para que no fuese cuestión de tener que negar nuestra relación con Jackson Pollock, por ejemplo, o hacer nada que implicase a esta gente con la organización (de los eventos), sencillamente se les añadía al final de la lista.”
A propósito de Pollock a quien Tom Wolfe ya había puesto en evidencia, en este libro queda bastante claro su auge inusitado como figura agigantada del arte moderno. La CIA encontró en él el arquetipo propagandístico perfecto para su campaña. Frances Stonor cita la descripción que hacía de él el artista Budd Hopkins:
“Él era el gran pintor americano. Esa persona, ese arquetipo, tendría que ser un verdadero americano, no un europeo trasplantado. Y debería tener las virtudes viriles del hombre americano- debería ser un americano pendenciero, mejor, de pocas palabras, y si es un cowboy, mejor que mejor .Ciertamente no debería ser del Este, ni nadie que hubiese estudiado en Harvard. No debería estar influido por los europeos en el mismo grado en que esté influido por los nuestros, los indios mexicanos y estadounidenses, etc. Debe surgir de nuestro propio suelo, no de Picasso ni de Matisse. Además se le debe permitir el gran vicio americano, el vicio de Hemingway: ser un borracho.” (Pp. 292-293)
La investigación de la autora muestra la confusión en el ámbito político y el Departamento de Estado Americano que produjo el rechazo de ciertos miembros del gobierno, calificando la obra de los artistas abstractos de vanguardia como cultura bolchevique. Se mencionan frases como la de un senador en el congreso que declaró: “Soy sólo un ciudadano bobo que paga impuestos por esta clase de basura”.
O la frase de un crítico que no veía aún el traje de emperador y calificó la obra de Pollock como: “Picasso derretido”.
Muchos representantes gubernamentales no captaban la idea genial de los directores de la Agencia Central de Inteligencia y veían un enorme peligro en la aceptación, validación y difusión de estas formas de arte como símbolo del mundo libre, la democracia y la cultura americana.
Tropiezos como este eran previsibles de modo que la CIA hizo lo más adecuado: buscar apoyo en el coleccionismo privado y sus museos. Aparece allí el magnate Nelson Rockefeller, presidente del Museo de Arte Moderno de Nueva York, MOMA, y sus vínculos familiares. Su madre era una de las fundadoras del Museo, de modo que el impulso definitivo al plan de la CIA estaba garantizado. En la investigación la autora menciona como Rockefeller se convierte en un defensor del Expresionismo Abstracto, al que se refería como “pintura de la libre empresa”. El mismo Rockefeller había sido nombrado coordinador de Asuntos Interamericanos (CIAA) y tenía entre otras actividades el patrocinio de exposiciones de pintura americana contemporánea.
En todo caso la autora nos cuenta que la primera vez que se mencionó la vinculación de la CIA y los museos en esta operación encubierta, fue para 1974 en un artículo que apareció en la revista Artforum, escrito por Eva Cockroft con el título de: “Expresionismo Abstracto: arma de la Guerra Fría”. La defensa no se hizo esperar y todos estos años se negó a través de los voceros del MOMA, la existencia de dicho vínculo, pero sus argumentos son desmontados por la profunda investigación de Frances Stonor, de modo que desconocer el vínculo de las instituciones culturales más famosas y poderosas del mundo con la CIA en esta etapa fundamental del arte, es imposible gracias a este libro. En el mundo del arte los directos beneficiados por la labor eficiente y de filigrana de la Agencia Central de Inteligencia son hoy, mitos modernos de la cultura universal: Motherwell, Rothko, Stella, Mark Tobey, Georgia O´Keefey, Gottlieb, Baziotes, Gorky y por supuesto Jackson Pollock.
La aplanadora construida con la alianza entre la CIA y los Museos de Arte Moderno, dejó fuera de combate en el tinglado del arte de vanguardia a artistas como Edward Hopper, Charles Burchfield, Yasuo Kuniyoshi y Jack Levine, a quienes la autora menciona dentro de un grupo de cincuenta, quienes intentaron protestar atacando al MOMA. Básicamente su problema era que no hacían pintura abstracta expresionista: “Luego se llamaría Manifiesto de la Realidad y criticaban al MOMA por identificarse ante la opinión pública más con el arte abstracto y no objetual, un dogma que para ellos surgía en gran medida del Museo de Arte Moderno y de su indiscutida influencia en todo el país”.
Reemplazando un par de términos podemos afirmar que todo parecido con nuestra situación actual, no es coincidencia. Este artículo ha centrado su atención por razones obvias, en el arte y los artistas plásticos a partir de su rol en una de las etapas decisivas para configurar lo que sin mayor examen crítico, se considera arte moderno. El libro de Frances Stonor va mucho más allá al poner en evidencia con precisión y abundante documentación, la acción emprendida por miembros de las élites culturales de la época en todos los campos: literatura, poesía, música , filosofía, crítica, cine, etc. Su accionar consciente o aparentemente inocente en una estrategia política y propagandística sin precedentes de la cual se beneficiaron. Después de leer esta investigación resulta imposible mirar con ciego respeto o reverencia, las obras surgidas de este periodo de la historia o suponer que su reconocimiento se habría dado sin semejante mecanismo de poder político y económico.
Las derivaciones desencadenadas de todas las teorías que sustentaban y apuntalaban el arte moderno financiado y respaldado por estos centros de poder, son las mismas que hoy rigen en todos los países de cultura occidental. Pasado el impulso inicial de los años de la Guerra Fría el negocio del arte moderno derivó en el negocio del arte pos-moderno.
Ya no hace falta la CIA para ayudar a validarlo. Su dinámica es auto-sostenible y excluyente con los que se oponen a ver otra cosa distinta a simples manchas de pintura en los cuadros expresionistas o simples tonterías pseudo-conceptuales en una buena parte de las obras de arte hipermoderno actual, obviando su medio o procedimiento técnico. Validar como gran arte las manchas de Pollock a nivel local y luego mundial, requirió de un enorme presupuesto e infraestructura y tal vez, el resultado para su autor no fue tolerable. Nunca sabremos con exactitud cuál era su verdadero estado anímico antes de morir en un accidente automovilístico en 1957. Tom Wolfe cuenta que alguna vez Pollock dijo: “Si soy tan fantástico, ¿por qué no soy rico?”

Pollock no parecía ser muy apto para jugar al doble registro moral del que habla Wolfe. Tal vez Rothko y Gorky tampoco; pero vendrían muchos que serían maestros en ese campo. Incluso convertirían su cinismo en cualidad y categoría estética, como pasó con Warhol y su séquito de seguidores recientes, Jeff Koons y el paradigma hiper-moderno del arte actual Damien Hirst. Más que artistas, marcas comerciales para ser cotizadas en la bolsa de valores. El sueño de Rockefeller hecho realidad: “Pintura de la libre empresa” o mejor aún “Arte de la libre empresa”. Entretanto la CIA continúa su labor en los otros campos que la han hecho célebre y descubrimos que hemos sido educados para no ver con claridad. De nuevo habrá que echarle la culpa a “la academia”.