Entre perros y gatos



Del escritor, docente e investigador en temas educativos, Pedro Baquero, publicamos una de sus divertidas fábulas perversas, donde un Gato filantrópico aprende a ladrar para buscar la paz con su más famoso antagonista.



Por Pedro Baquero  M.

–No lo soporto –gruñó Ringo mostrando los colmillos.
–¿A quién? –preguntó Dongo sin comprender.
–¡A ése! ¿No lo ves? ¡Míralo bien! –aulló Ringo, enojado con su compañero–. ¡Míralo cómo duerme! Es un holgazán, un descarado.
–Si tú lo dices, así debe ser –asintió Dongo.
–Se merece una solfa –sentenció uno.
–Si tú lo dices… –complació el otro.
Sentados sobre las patas traseras los dos perros permanecieron en silencio. Cavilaban con la mirada fija en Mirringo que ronroneaba impasible, tendido a la sombra de la mecedora del amo.
–Con una tarascada en el rabo –dijo Ringo, abstraído en sus violentas cavilaciones.
–Y otra en la panza –agregó Dongo, quien, sin lugar a dudas, pensaba en lo mismo.
–¿Cuándo? –preguntó Dongo calculando, entretanto, la distancia que los separaba del gato.
–Cuando llegue el momento, ahora no conviene porque el amo está cerca.
–Cuando llegue el momento –repitió Dongo y otra vez guardaron silencio.
–¿Diez metros? –preguntó Ringo al cabo de un rato.
Dongo no comprendió y miró extrañado a su compañero.
–La distancia –explicó Ringo–, debe haber como diez metros
–Sí, diez metros –asintió Dongo–. Se escapa, además… el amo… ¿Y con cuáles motivos?
–Tengo muchos.
–¿Cuáles?

Ringo enumeró burlón:
Primero: no me agrada
Segundo: a ti tampoco
Tercero: no se parece a mí
Cuarto: a ti tampoco
Quinto: me parece que es un holgazán
Sexto: a ti también te parece lo mismo
Séptimo: creo que es un dormilón descarado
Octavo: tú también crees lo mismo
Noveno: no lo soporto
Décimo: tú tampoco

1. Esos motivos son una perrada tuya –interrumpió Dongo, riendo a colmillo suelto.
2. Además –agregó Ringo–: ronronea todo el tiempo, arquea el lomo, levanta la cola, se afila las uñas con los muebles del amo y se mete entre sus pies, se sube a los tejados, ya no caza ratones, ni persigue mariposas, ni espanta pájaros… es un inútil… sólo mira televisión echado en el sofá del amo, tiene la cabeza redonda y… lo peor de todo, amigo mío: no sabe ladrar como nosotros.
3. ¿Y todo eso cómo nos afecta? –preguntó Dongo, buscando razones para pelear.
4. ¡Perro, bruto! –le aulló enfurecido el otro–, pues nos causa mucha, muchísima rabia. Y ese es un motivo muy grave… el más grave de todos los motivos. –Concluyó.
5. Tienes razón –aceptó Dongo, conocedor de las terribles dentelladas con las que su compañero solía hacerlo entrar en razón, cuando no compartía, a pie juntillas, sus belicosos puntos de vista–.  En verdad, son muchos, demasiados motivos. Ese gato se merece unos cuantos mordiscos. Así aprenderá que a bazar de perros no entran gatos. –Agregó complaciente y cobarde.
6. ¡Así se habla, socio! –aprobó el perro camorrista–. Con unos mordisquitos cariñosos –dijo, mostrando los filosos dientes–, aprenderá a respetarnos y a no meterse jamás ni contigo, ni conmigo, ni con los dos, ni con nosotros. –Sentenció batiendo la cola y lamiéndose el hocico de perro pendenciero.

Pero Mirringo era un gato pacifista que había firmado, desde hacía tiempo, la paz con los ratones y logrado, a fuerza de sólidos argumentos, reunir a los irreconciliables Tom y Jerry, para que trabajaran juntos en el famoso show de la televisión. Por eso no pensaba pelearse nunca con los perros. Por el contrario, en sus ratos de ocio, que iniciaban a las siete de la mañana y terminaban a las seis de la tarde, cuando se iba a corretear por los tejados, se dedicaba a reflexionar sobre el lenguaje de sus enemigos naturales. Trataba, por todos los medios, de aprender a ladrar. Sí. Mirringo pensaba que si algún día lograba comunicarse con ellos en un mismo lenguaje, tal vez pondría fin a la eterna disputa. Todo es cuestión de diálogo pensaba ahora, mientras dormitaba tendido a la sombra de la mecedora del amo. Sin embargo, otro era el razonar de los perros, quienes, viendo que el amo se había retirado a almorzar, se acercaron muy sigilosos, como perros sabuesos y le tendieron una encerrona.
–¡Holgazán y cobarde! –le gruñó Ringo, arriscando el hocico y enseñándole los dientes filosos.
–¡Descarado e inútil! –ladró Dongo con la cabeza muy gacha y el rabo levantado, en actitud de combate.
Mirringo, aunque no comprendió los insultos de los perros, dedujo, por las actitudes agresivas, que se trataba de un asalto y con los movimientos ágiles de un felino reaccionó a la defensiva, pues era un gato pacifista, pero no estúpido. Agazapado como para saltar sobre la presa, la cola serpenteando por el suelo, los ojos verdes expectantes y las uñas prestas al zarpazo, Mirringo maulló así a los perros:
–Por favor señores, hagamos la paz.

Pero los perros, incapaces de comprender otro lenguaje que el de sus propios ladridos de odio, interpretaron el maullido como un desafío abierto y atacaron al instante. Ringo dio una primera dentellada en la cola del gato, pero antes de que lo hiciera por segunda vez, sintió en su hocico, en el morro frío de la nariz, dos arañazos violentos. Dongo, que trataba inútilmente de morder la cabeza o las costillas del gato, hincó equivocadamente los colmillos en una pata de su compañero, cuando Mirringo, haciendo cabriolas mortales se escabulló de entre las fauces de sus enemigos y con un salto olímpico, ganó las alturas del tejado.
Ya no hubo más combate. Ringo, con la nariz feamente rasguñada y una pata mordida por su propio compañero, ladraba  insultos tan impronunciables y grotescos que si el gato los hubiera comprendido, aunque pacifista, habría bajado a pelear. Tal era el calibre de las palabras
–Pensándolo bien –se atrevió a decir Dongo, a prudente distancia de su adolorido compañero–, no deberíamos pelearnos con los gatos.
–No vengas a echarme el gato a las barbas–chilló Ringo por toda respuesta y se echó a lamerse las heridas. Hubiera deseado emprenderla a mordiscos contra su compañero, pero le dolían mucho el hocico y la pata.
Mientras tanto Mirringo, echado en el alero, lamía a su vez su cola mordida y pensaba en los estropicios de la guerra.
Ahhh, perro mundo, pensaba decepcionado, cómo es de difícil hacer la paz.
Pero como era un pacifista militante, no renunció a su propósito y se dedicó con ahínco a estudiar el lenguaje de los perros. Pues también sabía que a los enemigos se los vence conociéndolos en sus más mínimos detalles. Para no provocarlos decidió quedarse a vivir en el tejado y sólo bajaba a beber leche con galletas de atún que el amo le servía todas las mañanas cuando los perros salían de paseo.
Entonces se puso a escuchar a todos los perros del vecindario, a imitarlos, a traducir sus ladridos hasta que una tarde, cuando Dongo hacía la siesta, echado a la sombra de la mecedora del amo, escuchó un guau guau diminuto y amable que caía del cielo. Decía buenas tardes amigo, ¿cómo estás? Y se repetía una y otra vez. El perro asombrado respondió con un pizzicato de la cola y un ladrido conciliador. Entonces vio a Mirringo en el alero, moviendo la cola impasible y ladrándole el saludo.
–No puede ser –exclamó el perro asombrado y se restregó los ojos con las patas para comprobar que no estaba soñando. Y aún el amo que a esa hora dormitaba en su mecedora, se despertó sorprendido porque le pareció escuchar un ladrido en el tejado. “es una locura –pensó el amo- ¡cuando se ha visto que un gato ladre! Me estoy volviendo loco. Pensó y se fue a echarse agua en la cara para espantar la modorra del sueño. Mientras tanto, Mirringo continúo ladrándole al perro:
–Buenas tardes amigo, ¿cómo estás?
–Ehh, ¿yo? –se preguntó el perro estupefacto.
–Sí, tú –afirmó Mirringo.
–Ehhh… pues… ehhh… bueno: digo… bien –Acertó a ladrar Dongo al borde de un ataque cardíaco.

Para tranquilizarlo, Mirringo, que ahora era un gato bilingüe, le explicó los pormenores de su largo aprendizaje y las intenciones que perseguía con semejante esfuerzo. Dongo batía la cola complacido y hasta lo invitó con grandes ladridos a que bajara del tejado para saludarlo. El amo escuchó aterrado los ladridos del gato y se fue a pedir una cita con el psiquiatra.
Largamente conversaron los dos animales que ya prometían ser buenos amigos; pero la llegada inesperada de Ringo interrumpió el diálogo. Mirringo, conocedor del pésimo carácter del recién llegado, prefirió encaramarse en el alero a escuchar desde allí, sin ladrar palabra, el diálogo de los perros.
–¿Desde cuándo puedes hablar con los gatos? –preguntó Ringo en tono burlón.
–Aunque no lo creas, desde hoy.

Dongo contó a su compañero la increíble conversación que había sostenido con el gato. Pero el perro camorrista, incapaz de aceptar razones distintas a las de la guerra y el odio, no le creyó y, por el contrario, lo acusó de loco y mentiroso profesional.
–¿Cuándo se ha visto que un gato ladre?
–¡Te lo juro! Acabamos de ladrar.
–Estás borracho o te volviste un embustero profesional.
–Te lo juro. Ladramos de paz.
–Júrame que no te has bebido las cervezas del amo.
–Te lo juro. Acabo de hablar con el gato.
A otro perro con ese hueso. ¡Estás loco!
–Te lo juro. Aprendió a ladrar como tú y como yo.
Soy perro viejo. A mí no me vengas con cuentos chinos.
–Te lo juro. Ese gato es bilingüe.

Viendo Mirringo que el perro se negaba a aceptar la verdad, decidió ladrarle un saludo:
–¡Buenas tardes, Ringo! ¿Cómo estás?
–¡A ti que te importa gato miserable! –alcanzó a ladrar Ringo, lleno de odio; pero pronto    comprendió que el gato le había hablado en su propio idioma y dijo desconcertado: ¡No es posible! A mí no me engatusas.
–¡Es cierto! –ladró Mirringo.
¡A mí no me meten gato por liebre! Esa es una perrada tuya.
–Sería mejor decir una gatada, puesto que soy un gato –se burló Mirringo.
–Lo que sea –ladró Ringo, furioso–. No te creo, no te creo y no te creo... Aquí tiene que haber gato encerrado.
–¡Te lo juro! –se atrevió a decir Dongo.
Pero Ringo no creyó.
–Es un complot para engatusarme –dijo–. Prefiero que este cuento se termine.
–Si el cuento se termina ahora –dijo Mirringo–, no haremos la paz nunca.
–Mejor así, ¿por qué he de hacer la paz contigo? Eres mi enemigo natural y perro que se respete tiene un enemigo.
–¿Y por qué no hacemos la paz? –terció Dongo.
–¿Qué te pasa? –lo interpeló Ringo–. ¿Estuviste en misa o qué? Con este gato no hago la paz ni porque el cura me lo pida.
–¿Estás seguro? –le ladró Mirringo.
–Claro que sí. Gato miserable –dijo el perro y le ladró unas palabras tan groseras e impronunciables que el gato, aunque pacifista, se sintió provocado; sin embargo, eran más fuertes sus convicciones y prefirió quedarse en el alero.
El amo, que ya había regresado de la cita con el siquiatra, escuchó estupefacto  los ladridos del gato y los perros. Esto no es una alucinación –pensó el amo- El psiquiatra piensa que estoy loco; pero el único loco  aquí es este maldito gato, Le voy a quitar la locura y de paso me curo en salud –dijo y empuñando el perrero la emprendió a fuetazos limpios contra el gato que maullando de dolor, huyo despavorido por los tejados.
–Lo único que me faltaba –gritó  el amo enfurecido– tan viejo como estoy para que mi propio gato venga a ladrar a mi casa, a enloquecerme  a mí y a mis perros...–se larga de aquí, gato endemoniado, se larga de aquí – gritó  como un loco encaramando la voz en el tejado por donde huyo Mirringo. También los perros, como si hubieran visto al mismísimo diablo, ladraron al gato   los insultos más vulgares jamás pronunciados  por un perro.
Desde los tejados vecinos, Mirringo  mira a veces la  que fuera su casa y se lame aún el lomo  para apaciguar el dolor de los recuerdos y la imagen brutal de los latigazos   con el que el amo premió su empeño de hablar con los perros.
–Mala vaina este cuento de la paz –maúlla en voz baja   y para consolarse repite los versos que aprendió del   gato Nicanor  su amigo poeta  más sabio y realista:

Por Sincero casi me jodo
por optimista me embromé
por compasivo por humilde
recibo mi buen puntapié:
eso pasa por pelotudo
por andar predicando el bien.


 Así maúlla Mirringo y se va a corretear por los tejados, desde donde, en la alta noche, se extasía en la paz de las estrellas y sueña con la paz definitiva entre todos los perros y gatos del planeta. Mientras tanto el amo dormita tranquilo en su mecedora sin requerir del psiquiatra y Ringo, dueño absoluto del zaguán, permanece con el hocico pegado a la puerta, atento a ladrar los más groseros e impronunciables insultos a todos los extraños, perros y gatos que pasan por su casa;  y es verdad que todos le temen aunque también todos sepan  que perro que ladra no muerde.