Cuento de Claudia R. Niño


Claudia R. Niño. Foto de Sergio Trujillo Béjar


Lluvia en azul

Ya hace mucho tiempo que no temía a la muerte…
Bertolt Brecht


(Suena el Joe)
I.
Salí de clase de cincelado. Habíamos estado haciendo herramientas, un martillo, y tenía las manos reventadas. El maestro estuvo particularmente cansón, intentando dejar claro que lo que él enseñaba, sólo él, y nadie más en el mundo podría enseñarlo. ¿A quién se le ocurre, en estos tiempos, poner a sus alumnos a tallar un martillo? Con quince mil pesos lo hubiese conseguido en los Mártires y a cambio aún tendría uñas, manos, por lo menos. Es un sádico, pensé. Hacia las once de la mañana llegó María Isabel ―la directora― con unos camarógrafos y dijo que iban a grabar un comercial de la Escuela, que quiénes queríamos participar. Aproveché para escaparme, no aguantaba una clase más hoy.
Aprisa, tratando de protegerme de la lluvia que iniciaba con amenaza de tormenta, caminé por la octava, crucé bajo las arcadas del Palacio de Liévano y sentí una opresión sobre la espalda: ¿Qué estarían tramando para el futuro de esta pobre ciudad? Ya en el Oma de la esquina de la once, con un rico brownie con helado y café caliente frente a mí, saqué mi libreta y ya me disponía a comenzar a dibujar ―para recuperar mis manos y olvidar al patán de cincelado― cuando lo vi: era Camilo, esa mirada azul que vi por primera vez en el Jardín de Freud, en mis tiempos de estudiante de Artes en la Nacional. Ahí estaba, parado en la calle, con un costal en la mano, el rostro lacerado y mugriento, las greñas sucias, sonriéndome. En sus ojos ―igual de bellos a los que yo recordaba de hace menos de siete años― brilló una luz nueva. Antes de que pudiera devolverle la sonrisa extendió su mano derecha, una enorme mano que se me figuró deforme, una pezuña de fauno con la que, suavemente, golpeó el cristal de la ventana. «Angélica» dijo, y no supe si su voz me llegó de la lluvia, que afuera azotaba con avidez lo que quedaba de aquel hombre y su costal, o de Siloé, aquella noche, cuando por fin me invitó a bailar.
―«El caminante», así se llama la canción ―me dijo. Yo lo sabía, pero me gustó que me tratara como a una primípara de provincia. Me gustó su olor y su mano fuerte en mi cintura.
Camilo ya iba como en séptimo semestre de ingeniería, decían que militaba en el Eme y era asiduo a la Plaza Che, en donde lanzaba arengas por la igualdad y el cambio social. Había sido el representante estudiantil de su Facultad y de vez en cuando publicaba acalorados pasquines en Albatros, la revista de Humanidades. También escribía efímeros poemas que yo había leído y que conservaba copiados en mi agenda. Mientras bailábamos recordé un verso suyo que me gustaba: Toma mis alas y llévatelas, aún es tiempo de renacer…
Desde mi mesa, Andrés Felipe, mi novio, me lanzaba miradas que como extraviados rayos de Zeus nos atravesaban, e iban a parar al lado de Héctor Lavoe y de Celia, y ―brillantes― quedaban colgando de los muros. No me importó. Camilo ahora bailaba pegado a mí, cantando en mi oído:

Ya mañana temprano seremos dos extraños
Pues jamás me detengo ni en el camino ni en el amor…

Cuando terminó la canción regresé con Andrés Felipe, y nos fuimos. A la salida intenté hacerme notar para que Camilo se diera cuenta, pero estaba absorto en una acalorada discusión con sus amigos. Desde entonces no supe más de él. No volví a verlo en la universidad, y menos a leer algo suyo. Desapareció de la faz de la tierra. Hasta hoy.

II.
A las 3:45 a.m. el escuadrón de asalto irrumpió en el apartamento 402, del Edificio Fundadores, al suroriente de la ciudad. Eran cinco hombres armados hasta los dientes. Camilo dormía bocabajo, solo, semidesnudo, ebrio, con un libro de Bertolt Brecht en su mano izquierda. La habitación hedía a Pielroja. Lo bajaron de la cama, lo tiraron sobre las ateridas baldosas y lo esposaron. El que parecía ser el comandante del operativo lo amordazó y le puso una bolsa de tela en la cabeza.
Durante cerca de media hora, como ratas famélicas, hurgaron hasta por debajo del piso y destruyeron todo: el cuadro del Che Guevara que Clau le había regalado, la grabadora y los casetes de Carlitos Puebla, los acetatos originales de los Beatles(¡qué lástima!), los acetatos originales de la Sonora Matancera, y los de la Fania (¡no!, qué cerdos); y desencuadernaron los tomos de El Capital, la obra completa de Pablo Neruda, los libros de Galeano, Benedetti, Sartre..., los mamotretos de Cálculo, de Física, de Matemáticas, y se llevaron las carpetas con sus poemas, y los setenta mil pesos que tenía ahorrados para pagar el arriendo.
Ya en la camioneta lo agarraron a patadas. «Comunista hijueputa», le gritaban, cada vez con más furia. Y comenzaron las preguntas:
¿Quiénes, dónde, cuándo…?
Apenas le quitaron la mordaza, Camilo ―como si aquello apenas fuera otro de sus agitados sueños― preguntó por el cuncho de Brandy Napoleón que Marcy (¿así se llamaba?) le había dejado para el resto de la noche, y comenzó a repetir versos de Brecht, sueltos, huérfanos en aquella infausta madrugada: Ese país cuyo suelo se nos impide pisar… «Comunista hijueputa» …hablas como alguien devorado por el amor y el odio… (Pidió un Pielroja, o algo para fumar). «¡Quién dirige la toma, hable hijueputa!» …tu pie no pisa el suelo, solo palabras…
Cuando Camilo preguntó por décima vez por los restos de su botella de brandy, la camioneta ya había penetrado a un túnel ciego, a las afueras de la ciudad. El interrogatorio ―en las entrañas de ese túnel― continuó.
Tres meses después, a las 3:45 a.m., lo tiraron cerca al Páramo de Usme.
Para entonces, Camilo ya no recordaba ninguno de sus versos, ni los de Bertolt Brecht, ni los de nadie.

III.
Aparté la mirada de ese azul ahora doloroso, y miré mi rico brownie con helado y café caliente frente a mí. ¿Sería capaz de darle una moneda? Cogí el brownie y salí para invitarlo… quizá para darle un abrazo, pero cuando levanté la cabeza, él ya no estaba. En el vidrio apenas la lluvia, el torrencial. Fui a la puerta: no, no estaba. El agua que bajaba del cielo repitió en mi oído, con ritmo, un ya muy lejano pedazo de canción…

No es preciso que sepas cuál es mi rumbo
Simplemente el destino lo quiso así…

Cluadia R. Niño nació en Tunja, en 1966. Escritora, artista plástica y orfebre. Estudió Artes Plásticas en la Universidad Nacional de Colombia y en la ASAB. Platera egresada de la Escuela de Artes y Oficios Santo Domingo. Tecnóloga en Joyería. En el 2007 hizo parte del Taller de Narrativa R.H. Moreno Durán y en el 2008 del Taller de Cuento «Ciudad de Bogotá». Incluida en Cenizas en el andén / Cuentos de la ciudad (Asterión Ediciones, Bogotá 2009), en Pisadas en la niebla / Antología de Nuevos Cuentistas Boyacenses (Común Presencia Editores, Bogotá 2010) y en la Antología de Talleres Literarios / Ministerio de Cultura, RELATA (Tragaluz Editores, Medellín, 2011).