Maldito Progreso - Cuento


Por Gustavo Quesada Vanegas

Del escritor, historiador y catedrático Gustavo Quesada nacido en Bogotá en 1947, publicamos uno de sus precisos y despiadados relatos que componen su libro inédito Círculos negros.


No se trataba de un acto de amor, mucho menos de odio. Era lo que se debía hacer. Algo así como un mandato o un imperativo heredado, pues su padre, su abuelo, su bisabuelo y todos los varones de la familia habían ejercido el mismo oficio, generación tras generación, desde la propia época de fundación de la República. Ejecutaba su tarea con limpieza, sin involucrarse personalmente y produciendo el mínimo de sufrimiento. Recibía la orden. ¿Quién la daba? Desde los días de su bisabuelo habían perdido la pista y por lo mismo dejó de interesarles. Además era la orden. Llegaba en un sobre sellado. En letra de estilo se indicaban el nombre, el sexo, la edad, las señas particulares, la dirección, la ocupación y las rutinas y relaciones del cliente. La información era tan completa que no existía posibilidad de equivocación. Al menos él no recordaba haber recibido un reclamo ni tenía noticia de que alguno de sus antecesores lo hubiese recibido. La pericia y la eficacia eran patrimonio familiar. Un error hubiese sido vergonzoso. Por ello le preocupaba su hijo. Cuando le estaba dando las primeras lecciones, lo notó inseguro, asqueado y vacilante. “Desde atrás se agarra la cabeza con firmeza cubriendo la boca para evitar gritos. Tiene que ser rápido. El sujeto debe descontrolarse. Esto con el brazo y la mano izquierda. Con la mano derecha se hace un tajo profundo en el cuello cercenando las arterias y las venas. Luego se empuja hacia adelante para evitar mancharse. Si se obra con seguridad y destreza se puede realizar en medio de una multitud y nadie se dará cuenta". Le repetía la lección una y mil veces. Le hizo demostraciones, primero con animales, luego con maniquíes, finalmente con niños y mujeres a quienes ejecutó limpiamente sin haber recibido la orden, sólo para que su hijo aprendiera. La angustia lo torturaba.  Si su hijo no asimilaba la instrucción, ¿quién continuaría la tradición? ¿quién realizaría la asepsia social? Se prometió cambiarlo de colegio. Quizá la educación moderna lo maleaba. Decidido, aunque preocupado, se dirigió a cumplir su última orden. Al salir vio a su hijo alelado ante los pececillos de un acuario. Definitivamente se perderían el muchacho y la tradición. Tendrían que automatizar las órdenes. Una máquina realizaría su arte. ¡Maldito progreso!