Lezama en la memoria


Por Armando Orozco Tovar*

Lezama estaba ahí como un paquidermo cansado; en la sala de su biblioteca bajo dos cuadros: Amelia Peláez y Víctor Manuel. El recinto olía a lo que huelen las casas viejas de La Habana… A misteriosa floración marina.

Era porque el mar estaba cerca, y aquel olor en ese tiempo extraño para mí, que llegaba de las montañas andinas, se filtra por mis narices con sus sales, y por las rendijas de su habitación repleta de objetos disímiles. Pero lo que más me llamó la atención de entrada fue su robusta humanidad aspiradora de un enorme tabaco, lanzador al cielo raso de volutas pausadas. Durante la plática, iniciada con el poeta Roberto Branly, su respiración entrecortada, ponía las comas faltantes en esa conversación donde hablaba de cosas lejanas y misteriosas en aquel entonces para mí.
Por el marco de la puerta, que daba a otra habitación de pronto apareció una mujer, que resultó ser su esposa, trayéndonos a Roberto Branly, y a mí algo de beber: ¿Un mojito? El escritor de Paradiso, sin quitarnos de encima sus pequeños n ojos negros, nos observaba con atención. Cuando comenzó el diálogo entre él y el poeta- periodista, lo hizo con algunas referencias a la mitología griega. También, mientras saboreamos el trago cubano, platicaron acerca de sus bebidas y comidas preferidas diciendo algo, que me llamó mucho la atención, y creo que por eso aún lo recuerdo: “Siempre se empieza como dietético, pero se termina como teólogo…”
Habló de su último libro leído cuyo título no recuerdo, y de la obra de algún pintor cubano conocido, pero no se refirió a lo que estaba escribiendo, pero le dijo a Branly, bajito como para que nadie más escuchara, “que alguien, de la cultura cubana se le estaba convirtiendo en una mala sombra…
Días después Roberto Branly me explicaría sin entran en detalles, que se trataba de un poeta de renombre en dificultades. Cinco años antes de mi llegada a la isla, su famosa novela Paradiso, sorprendió a todos sus lectores por su audacia experimental, y su gran belleza poética. La cual hizo que Julio Cortázar, la adoptara como una de sus obras preferidas.
Lezama Lima, después tiempo después no salía a la calle, porque a la edad que tenía, (no llegaba a los setenta) no cabía por la estreches de la puerta de salida de su casa, la cual tendrían que romper ampliándola si quería salir, para ir a alguna parte. En un momento en que dejó el dialogo con Branly, me atreví a preguntarle, qué si alguna vez había viajado algún país de América Latina, y él me respondió: Que pocas veces… que para eso tenía a mano los atlas, los mapas y los libros. Además, que siempre había estado muy ocupado, en la lectura, y escribiendo poco… Pero, que en otras ocasiones, si lo había hecho y fuera de Cuba, pero por corto tiempo… porque el sol cada vez arde más, y además no quepo en ningún vehículo… Es una lástima, añadió, porque solía ir antes a los buenos restaurantes donde también llegué a beberme algunos rones a la roca de esos que le ponían a uno a bailar la imaginación… Debe usted, le dije, tener muy buen conocimiento de todo por tantas lecturas: “No, respondió, no pretendo saberlo todo, ni más faltaba. Yo sólo consulto algunos textos para tener pretextos, lo demás se va con el humo de mis habanos, aunque siempre queda en el adaire un buen aroma para el recuerdo”. Ya de noche, Lezama nos leyó de despedida un relato corto y un poema igualmente corto. Fue un momento inverosímil, que me introdujo para siempre en su obra, de la cual no conocía nada. Nos despedimos, por lo menos yo definitivamente, porque no me lo volví a encontrar nunca más en la vida, sino en sus libros.
Salimos de su casa a la hora en que suenan los nueve cañonazos, disparados como en el siglo XIX. Se oían con nitidez, recordándonos, que ya era hora de elevar las anclas de nuestros barcos fantasmas, para que la azul Corriente del Golfo, continuara entrando por siempre a los cuartos de la casa de Trocadero.

*Poeta colombiano