Uno lleva su cuerpo


De Gustavo Quesada Vanegas
Por Carlos Fajardo Fajardo*
“Voy a la más profunda de las fiestas/ la fiesta del aniquilamiento”, dice el verso del poeta Gustavo Quesada en su libro Uno lleva su cuerpo, editado bellamente este año por la Editorial Común Presencia. Ese verso quizás sea la síntesis mayor de una poética que registra el traumático ir y venir del poeta por la realdad y el sueño, viviendo entre la distancia y la cercanía con los elementos terrestres, tan íntimos, propios y comunitarios. El poeta invita a una fiesta de aniquilamiento a través de la palabra, lo cual nos lanza a una extraña paradoja, pues cada poema funda un jolgorio tan dulce como doloroso, al que se nos introduce con cautela y serenidad, convocándonos, con un lenguaje esencial, lacónico, conciso, sintético, a leer una poesía que en cada pausa, en cada silencio, nos da sobre qué pensar y desde dónde pensar. Poesía de ideas que, como ha dicho Gastón Bachelard de ciertos poetas, construye un  pensamiento que habla y una palabra que piensa. De allí que concepto e imagen, razón e imaginación, filosofía y poesía, sentimiento y entendimiento se unan para construir un “Yo que piensa” junto a un “Yo que crea”, condiciones tan propias de la modernidad estética y tan escasas en la poesía colombiana.
Dicha visión posee una profunda raíz en la concepción poética de las vanguardias artísticas donde la poesía se proyecta no sólo como constructora de realidades, sino como cuestionadora de la misma. Rebeldía, pasión crítica y poesía se funden logrando un solo corpus libertario. De la realidad parte pero contra ésta se rebela. Gustavo Quesada prosigue en este libro dicha pulsión moderna, y como poeta imaginativo-reflexivo indaga hondo en la veta del tiempo, encontrando en el tiempo que se va y nos devora, un manantial para signar sus preocupaciones y misterios. Entonces dice el poeta: “Todos se mueren/ tan sencillamente/ como pasar las hojas de los libros (…) ¿Cuándo seré la hoja/ que termina el libro? // Pasan los días/ y sin embargo sigo respirando// ¿Será la muerte/ el hueco infame en la memoria?”
Esa muerte infame ha sido desde siempre el origen de la escritura, y en este libro se le escucha entrar con cautela, en puntillas, de forma sigilosa y nadie puede ignorarla. Es una muerte no sólo del Ser íntimo, sino de los objetos, de la realidad-real y de la realidad ensoñada; es la muerte del Yo y de lo Otro. Me interesan esos momentos, esos instantes cuando los poemas, como el bajo de la orquesta, van construyendo un universo discreto, un ritmo sostenido, unas seductoras tonalidades para finos oídos.
De modo que el Yo poético que aquí encontramos establece con la realidad una intensa relación de empatía pero a la vez de rechazo, de amor y de repulsión.  Escapar de los horrores y hastíos de lo real se hace imposible. Sin embargo, la palabra está allí para, como madero esencial, nos sirva en el naufragio de los días:
“Palpita el día/ en tanto/ son visibles las palabras/ de un cuento no narrado todavía”.
Como buen deudor de la modernidad crítica, también este poeta ha invitado a  su fiesta a la memoria, a una memoria creadora poética se entiende, la cual se enfrenta a los tiempos vaporosos del olvido. El poeta es memoria edificante contra el Leviatán de la amnesia. Su estirpe y su fuerza se procesan en conservación y creación, pues donde existen vacíos construye posibilidades; donde la ausencia de recuerdos se impone, el poeta grita un “no me olvides”. Pero la memoria del poeta Quesada va más allá de nostalgizar lo que fue o pudo ser. No desprecia su pasado pero tampoco hace de éste un pesado e insoportable yunque que lo hunda en tan livianas arenas. La  memoria no es prisión, sino música para la danza crítica y creativa sobre las pesadas piedras de las costumbres. Su pulsión está en eternizar el instante inmediato, plenamente vivido. No busca perpetuar la tradición ni repetir, sin innovación poética, una realidad inmediata. Desea en cambio superar lo que estandariza la rica variedad de lo existente.
Entonces, tanto a su gallada familiar, como a sus cómplices amigos y a los recuerdos de la infancia, casi en murmullos les dice: “Para saber que no existen/ ni la distancia ni el olvido// En algún lugar de la memoria/ la tribu permanece intacta”.
Conservación y creación, insisto, es el rito que se ha impuesto este libro, moldeado con una palabra más que anecdótica, sugerente. Aquí el poeta invoca, evoca, sugiere, no nos enumera en extenso las cosas del mundo, más bien concentra, sintetiza, desenreda el hilo de la gran madeja de lo real sin demasiado estruendo, lentamente, pero, entre susurros, nos lanza el grito secreto de la vida:

Uno lleva su cuerpo
Quisiera abandonarlo
Cuando lo ve tan corto
Tan gastado

Pero es tan dúctil
Tan buen acompañante

Pero también encontramos la ciudad con sus ángeles desterrados, marginales, marginados, llenos de polvo y de olvido, con su multitud de miedos, viviendo “la densidad y los asedios”, y donde el poeta murmura a lo César Vallejo: “Deambulo por mi ciudad tan dolorosa”; “Que alguien responda por mis huesos”;  “Duele la carga de tanto muerto”.
Allí va el poeta transitando una ciudad calidoscópica e híbrida, padeciendo la fatigosa noche y el día sofocado. Son nuestras ciudades latinoamericanas cifradas y descifradas con una palabra que poco a poco se dirige al silencio en medio de tanto escándalo.
Palabra que oscila entre las preocupaciones metafísicas y una cotidianidad vuelta asombro, pregunta, nunca respuesta. Poesía que parte de la historia trágica de nuestro país, con sus oscuros duelos nacionales, y llega a los puertos del goce, del erotismo y el amor. Esa es su apuesta poética en medio de una modernidad en crisis; es la radiografía de una generación que vivió en medio de la revuelta, el aullido y el espanto.
Común Presencia Editores
Bogotá, 2012, 70 Págs.
*Poeta, ensayista y catedrático colombiano