Tedio tropical (Cuento) de Victorino Bernal



Victorino Bernal nació en San Juan de Puerto Rico en 1986. Estudió su carrera universitaria en Bélgica y Francia. Además ha vivido en Brasil, Rusia, Angola y España. Su pasión por las letras lo ha llevado a colaborar en festivales de literatura en diversos países. Algunos de sus cuentos han merecido reconocimientos y están publicados en importantes revistas de España y Puerto Rico. Actualmente vive en San Juan.
El libro fue ilustrado por Octavio Mendoza.



Standard Eléctrica 

Un teléfono negro, Standard Eléctrica, fabricado en España, de los años cincuenta, con exactamente diez posibles números a marcar moviendo una rueda, como giran las manos del reloj, me estuvo mirando lo que parecía ser una eternidad. Suspendido, me observaba desde la pared blanca, alto y orgulloso. Inscrita en el centro de su rueda: Compañía Telefónica Nacional de España, No gire el disco hasta oír la señal para marcar.      

El dueño del piso me dijo que el teléfono no funcionaba. En caso de que lo desee, afirmó, mantiene la capacidad para conectarle con una señal que permite marcar a familiares lejanos y cercanos. Sin presupuesto para ello, le di las gracias y negué la instalación.
Pasaron semanas y su único meneo y rumor ocurrían cuando mi hombro chocaba contra él. En esos segundos, el teléfono se desplazaba algunos centímetros y su campana repicaba, temblando como el aleteo de una mariposa. Por segundos que duran una eternidad, el sonido del teléfono negro me perturbaba. Yo, tan ignorante, escuchaba un leve socorro, como si en ese espacio de resonancia pidiera rescate, o liberación... 
Me levantaba para tomar mate o café y lo miraba en su silencio. De vez en cuando me atrevía a levantar el mango para estar seguro que nadie estuviera al otro lado de la línea, en silencio, escuchando. A veces parecía oírse un respirar leve; aunque rápido lo descartaba como una fantasía de mi imaginación.
Miraba las instrucciones y, como un niño, me daban ganas de no obedecer sus reglas. Una y otra vez, miraba esas palabras —no gire el disco hasta oír la señal para marcar— y las encontraba, al principio, ridículas. El tiempo pasaba y cada vez las palabras se tornaban más pueriles. Me preguntaba si era alguna advertencia o una orden categórica. Yo miraba el teléfono con odio y sospechaba de sus palabras.
Inseguro, escrupuloso, con una vaga sensación de cobardía, logré alzar el mango, y sin dudar por un momento, giré un cero hasta llegar al límite de metal y sentí la redondez del tiempo. Retiré mi dedo y no pasó nada. La rueda no se movía en dirección contraria. Le pegué con una uña que actuó como catalítico. Poco a poco, el agujero que le correspondía al cero volvería a su sitio. La campana de repente comenzó a sonar. Me caí. Desde el piso miré cómo el teléfono me ojeaba con aire de superioridad. Me levanté, reforzando mi valentía y alcé la manigueta. Me sorprendió que mi mano no temblara al pegar el auricular contra mi oído. Sería difícil decir qué sentía en aquel momento, pero no puedo añadir gran cosa. Simplemente sentí un picor y desaparecí.
Cambié de lugar. Ahora me encontraba en el reflejo del cuarto. La voz de una mujer celebraba en la otra línea repitiendo: ¡por fin! La mujer colgó el teléfono y su voz desapareció. Yo he intentado hacer lo mismo miles de veces. Salgo por la puerta y entro por la ventana, salgo por la ventana y entro por la puerta del baño, excavo el piso y vuelvo a entrar por el techo: las opciones para escapar son numerosas pero el resultado es el mismo. He intentado muchas veces destruir el teléfono, y lo logro, pero justo cuando estoy celebrando mi éxito, parpadeo y él vuelve a aparecer intacto. No puedo llamar a nadie, nadie sabe dónde estoy y nadie me ve. Para el mundo que una vez quise, desaparecí.
Ahora entiendo bien. La única forma de escapar es que alguien decida hacer lo mismo que yo: marcar el teléfono. Aquí lo espero.