Por Rigoberto Gil Montoya
Anida una sabiduría en los poemas de Gabriel Arturo Castro. Si el bosque es sabio por naturaleza, el poeta lo es cuando la naturaleza le susurra un mensaje y él lo traduce en líquido, en savia del poema. Los elementos que habitan este mundo natural, próximo a la huella del cazador, a la fuerza del herrero, a la ceniza del fogonero, no son ajenos a la humedad que corroe nuestros días. Lo que no es nuestro es lo que el poeta, o la voz experimentada del poeta, consigue ver y atrapar en ellos: en la flor seca de un viejo árbol advierte el olor a vino rancio. Del sol extrae un pedazo de fuego. Eso sólo le es dado al poeta maduro en su pespunte con los hilos de los días, apoyado en la levedad de palabras viejas que él renueva con su rumor de ojos de gacela.
Hay en este Pequeño mito del bosque grandes ceremonias, grandes hechizos, antiguos rituales donde los elementos suelen mezclarse para convocar el misterio. Decía Borges que ciertas músicas y ciertos crepúsculos querían decir algo, o era inminente que dijeran algo. Y a esa revelación que está a punto de producirse, pero que al fin no se produce, Borges la confundía con el hecho estético. Tengo para mí que estos poemas de Gabriel Arturo Castro contienen esa tensión de lo que se quiere decir pero que no se dice del todo. Yo confundo eso con el misterio, con lo arcano: esa inminencia de una revelación apenas sugerida. En esa grieta, en esa imagen de idea que apenas surge en los delgados versos de este cuaderno, deviene, como en el artilugio de un mago, la voz de un poema que revela la madurez de quien los dicta.
¿Qué pretende decir el poeta cuando expresa que “el escarabajo fabrica mundos de estiércol” y que esa luz que vemos sea tal vez “restos tardíos de un arco iris”? ¿Qué enigma soslaya esa voz que reclama y se niega al desastre cuando dibuja esta imagen: “La luna presiente la amargura del herrero”, porque el herrero “socava el corazón de la luna”? Así son las cosas, así la ecología de un desastre que el poeta presume, mientras en su bosque peligran las cigarras, los caballos, las lagartijas, los murciélagos. Pero se perfila una ilusión, un hilo temporal anudado al corazón de quien escucha mientras lee, porque el poeta mensajero así lo quiere.
JUANA DE ARCO
Gabriel Arturo Castro
Al pie de la casa de mi padre se ve un bosque, cima de monte, madriguera del sol descendiendo. Allí los enfermos preguntan por el árbol de la fuente que los sana.
Ellos son fuertes cuando caminan sobre la colina, decididos al cruzar el campo. Pasean alrededor del árbol, sujetan las guirnaldas de sus ramas y hablan de la vigilia, del paraíso al extremo del cielo, del sueño vuelto llama y ceniza.
No son adeptos a la inmortalidad, llevan la palidez, el final en su propia vientre. No sé si transitan por la edad de la razón, pero les oí murmurar que de ese tronco saldrá una joven, una heroína creadora de milagros.
Desde entonces elegí mi destino junto al árbol.