El vicio de dejar los vicios


Del libro La alegría de escribir del poeta y periodista Miguel Méndez Camacho (Cúcuta, 1942), recientemente impreso por la Editorial Universidad Externado de Colombia, publicamos a continuación el texto de contraportada y uno de sus más lúdicos artículos.

La alegría de escribir es una selección de textos periodísticos emparentados con la literatura, porque Méndez Camacho ejerce el periodismo sin olvidar que es narrador ni  ocultar que es poeta.  Se reúnen aquí columnas, crónicas y reportajes publicados en La Opinión de Cúcuta, Vanguardia Liberal de Bucaramanga, La Prensa de Bogotá y otros diarios y revistas nacionales.
“Los cuentos del Terremoto” se publicaron en los suplementos literarios de El Tiempo, El Espectador y El Pueblo, en diversas antologías y en el libro Papeles (Instituto de Cultura Bellas Artes 1981), selección del suplemento literario del mismo nombre que dirigió entre 1973 y 1980, en los diarios La Opinión y Cosmos de Cúcuta, del que fue fundador y subdirector.  Algunas de las crónicas son tomadas de Perfil y Palote (colección autores nortesantandereanos 1986), prologado por Pedro Gómez Valderrama quien lo consideró  “El libro de un auténtico escritor, que ejerce su ministerio en los diarios afanes del periodismo.  En él recopila el texto de muchas columnas, en las cuales, en un idioma pulcro y hermoso que tiene en muchas ocasiones el relámpago de la poesía, que muestra su fibra de poeta, reúne las cosas gratas e ingratas de los momentos vitales de su ciudad, de sus lecturas, de sus personajes vivos y muertos”.
Dice también Fernando Hinestrosa en la presentación de este libro: “Me deslumbran, esa es la expresión, la vistosidad de las imágenes, el manejo de los colores, el realismo de las criaturas, la libertad de los giros.  Socarrón, juguetón, agudo, punzante sin herir, insobornable. Con la gran virtud de ser par y ejercer la paridad, pero sin restregarla, guardando distancia e independencia. Ése es su natural”.

EL VICIO DE DEJAR LOS VICIOS


Esta mañana me sentí culpable sin saber por qué. Fue una sensación colegial de haber hecho algo indebido y estar a punto de ser descubierto. Apenado me negué a levantarme y resolví retroceder la película de los últimos sueños, en cámara lenta y congelando imágenes, como hacen los sofisticados mecanismos de la memoria.
 Descubrí entonces que había estado en una fiesta de amigas y amigos de distintas épocas, incluso algunos muertos, como es usual en la mescolanza de los sueños.
  La música era antigua, el ambiente moderno, estábamos ebrios, pero no desnudos y cada oveja andaba con su pareja, porque como dije no estaba en un orgía, sino en una fiesta.
Nada había de pecaminoso, excepto ese aire espeso, esa neblina que nos envolvía, como salida de los páramos.
 Y como el escenario no era ni londinense ni tunjano tuve que reconocer que se trataba de humo.
Ahí flotaba la culpa, haciendo volutas y espirales para fastidiarnos, porque habíamos fumado.  Pero no pequeños y negros cigarrillos nacionales, ni esbeltos rubios con filtro de prohibida exportación, que venden en los semáforos; eran unos gigantescos y robustos tabacos cubanos que vienen en caja individual, como un ataúd pequeño para un cáncer grande, según la admonición de los pregoneros del abstencionismo.
Consulté con una estudiante de psicología, quien se apresuró a preguntar hace cuánto había dejado el vicio; mirando el reloj le respondí con firmeza y orgullo: 37 días 8 horas y 26 minutos, flat.  Me consoló afirmando que era absolutamente normal en la respuesta y en el sueño.  Los fumadores arrepentidos y los alcohólicos anónimos recuerdan con más fidelidad la fecha y hora de su última copa o bocanada, que el día de su matrimonio o el nacimiento de su primer hijo.  Y además, agregó, soñar con la recaída es como hacerlo con la vecina que inconscientemente deseamos, o tener apasionadas pesadillas con la novia que nos dejó plantados.  Lo importante es no angustiarse porque se puede caer en un sueño obsesivo y circular, donde la culpabilidad conduce al insomnio con desespero.
Debo confesar que me contagió esta nueva tendencia, de paternidad gringa, de abandonar el tabaco, el alcohol, la glotonería y el sedentarismo, en la búsqueda de una vida sana, en diferido.  Abstenerse ahora para vivir más, después, añorando los goces que nos hemos perdido.
Sartre decía que fumar es un vicio y no fumar también.  Así como no estar “comprometido” es la más torpe forma de “compromiso”. Y tenía razón.
Es lo que pienso cuando veo espesarse la caravana de recientes deportistas sobre las ciclovías luego de abandonar las pastas, los postres, la pipa, la amante, o el licor.  Porque se corre el riesgo de enviciarse con los placebos o los sustitutos.
Mi solución personal de fumador convicto son los chicles con nicotina, que me obligaron a tomar curso intensivo y tardío de aprender a mascar.  Que es igual a montar en bicicleta o aprender a bailar después de viejo.
Ahora que soporto estoicamente los mordiscos y logré bajarle el volumen al ejercicio, descubro  apesadumbrado que, como cualquier adolescente, me estoy enviciando al chicle. Y la única solución conocida es regresar al cigarrillo, que me está esperando, como una amada fiel.